Por: Juan Cristóbal Zambrano López
Colombia hoy llora. Un menor de edad asesinó vilmente a una joven promesa, muy seguramente el siguiente Presidente de la República. Aunque es cierto que pueden asesinar a un hombre, pero a sus ideas jamás, lo que duele es que Miguel no está aquí, no está haciendo sus famosos debates políticos, no lo tenemos dando discursos en plaza pública. Sus ideas seguirán vigentes en la eternidad, pero su voz fue apagada por la violencia, una violencia que ya no respeta edades, ideales ni sueños.
Colombia no puede acostumbrarse a que asesinar a una figura pública, a un líder o a un joven con futuro, sea un delito con condenas irrisorias o con excusas de minoría de edad. Eso no es justicia, es complicidad disfrazada de legalidad. La pregunta que hoy deberíamos hacernos es simple pero dolorosa: ¿estamos premiando al criminal mientras condenamos al país al silencio de sus mejores voces?
Quien es capaz de arrebatarle la vida a otro con sevicia y premeditación no puede escudarse en la excusa de la minoría de edad. Un crimen de esta magnitud exige ser juzgado como un adulto. No hay razón para que el Código Penal siga siendo tan complaciente con quienes cometen los delitos más atroces.
Según datos del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, en los últimos años más de 4.500 adolescentes han sido procesados por delitos graves, incluidos homicidios, porte ilegal de armas y abuso sexual. Muchos de ellos son reincidentes y, sin embargo, se benefician de rebajas de pena y de un sistema que, en la práctica, les garantiza impunidad. Mientras tanto, las víctimas y sus familias quedan condenadas de por vida.
En países como Inglaterra, Estados Unidos y Chile, la responsabilidad penal juvenil contempla que ciertos delitos atroces (como homicidios o actos de terrorismo) se juzguen bajo estándares de adultos. Aquí seguimos premiando la barbarie con beneficios procesales. El resultado es obvio: se envía un mensaje equivocado a la sociedad, donde el asesino de hoy puede ser el reincidente de mañana.
El Congreso no puede seguir mirando para otro lado. Cada vez que ocurre una tragedia como la de Miguel, los políticos salen a lamentar en redes sociales, a publicar comunicados llenos de lugares comunes, pero nadie asume el debate de fondo: la reforma urgente a la responsabilidad penal juvenil en Colombia. Y no se trata de venganza, se trata de justicia.
Miguel fue asesinado no solo por un individuo, sino por un sistema que lo permitió. Un sistema que no ha tenido el carácter de ajustar sus normas a la realidad de un país donde los menores ya no son simples infractores, sino protagonistas de delitos que estremecen a la sociedad. Callar ante eso es convertirse en cómplices.
Lo que está en juego es el mensaje que como Estado se transmite. Si la vida de un líder, de un joven que representaba esperanza, se paga con sanciones mínimas, ¿qué queda para los colombianos de a pie? ¿Qué esperanza puede tener una madre en el Cauca, un joven en Medellín o un estudiante en Bogotá, si quien asesina sale libre antes de que termine el duelo de la familia?
Un país que olvida a la víctima y protege al victimario está condenado a repetir su tragedia. Colombia necesita valentía política para reformar un sistema que se quedó pequeño frente a la barbarie. El crimen contra Miguel debe marcar un antes y un después.
Finalizaré con las mismas palabras que dedicó Juan Manuel Galán a su padre: Qué vida tan pura y transparente, qué honestidad.
El pueblo se levanta y pide justicia, le ruego a Dios que este sacrificio sirva por fin para que la sociedad reaccione y se una exigiendo una labor más eficaz, sin dejarse intimidar por cualquier manifestación de violencia.
Hoy el país debe decidir si quiere proteger al asesino o honrar la memoria del asesinado. La justicia no puede seguir siendo un disfraz para la complicidad. Si el Estado no envía un mensaje claro de que la vida se respeta, mañana lloraremos a otro Miguel, a otro joven con futuro, y seguiremos preguntándonos: ¿condena o premio?