Por: Juan Cristóbal Zambrano López
Popayán, la Ciudad Blanca, orgullo del sur de Colombia, volvió a ser testigo de un episodio lamentable que deja una mancha difícil de borrar. En los últimos días, la Universidad del Cauca y la Iglesia de Santo Domingo fueron escenario de actos vandálicos durante unas protestas que, en lugar de elevar el debate o expresar una causa justa, terminaron reflejando el peor rostro de la intolerancia y la ignorancia.
Resulta doloroso ver cómo una ciudad reconocida por su historia, su arquitectura y su cultura universitaria es golpeada por quienes dicen defender causas sociales, pero que en la práctica atentan contra los valores que supuestamente proclaman. Popayán no es una ciudad cualquiera: es símbolo de conocimiento, fe, tradición y civismo. Por eso, cada piedra dañada y cada muro pintado representan una herida no solo física, sino moral.
La Universidad del Cauca ha sido, desde hace más de dos siglos, un pilar fundamental del pensamiento liberal, científico y democrático del suroccidente colombiano. De sus aulas han salido juristas, escritores, políticos y líderes que han marcado la historia del país. Sin embargo, en los últimos años, su imagen ha sido empañada por la violencia de unos pocos que confunden la protesta con el vandalismo y la rebeldía con la destrucción. No se puede hablar de transformación social cuando el método para exigir derechos es incendiar, destruir y humillar lo que nos pertenece a todos.
La protesta es un derecho, pero también es una responsabilidad. Protestar implica tener una causa clara, un propósito legítimo y una estrategia que busque construir, no destruir. Nada justifica que se lancen bombas molotov dentro del claustro, que se rayen paredes históricas o que se atente contra templos religiosos como la Iglesia de Santo Domingo, un símbolo de fe y patrimonio arquitectónico invaluable. Lo que algunos llaman “resistencia” no es más que ignorancia envuelta en consignas vacías.
Lo más preocupante es la indiferencia. Las instituciones parecen resignadas a que estos episodios se repitan una y otra vez. No hay sanciones ejemplares ni investigaciones serias. La sociedad civil, por su parte, guarda silencio o, peor aún, justifica lo injustificable. Popayán necesita despertar. No puede seguir siendo rehén de minorías violentas que destruyen en nombre del pueblo, cuando el verdadero pueblo es el que estudia, trabaja y construye todos los días una ciudad mejor.
Es necesario decirlo con claridad: quienes dañan la universidad o atacan la Iglesia no representan a los jóvenes caucanos. La juventud de hoy no es apática ni destructiva. Hay miles de estudiantes comprometidos con la ciencia, la cultura, el arte y la política, que entienden que el cambio se logra con ideas, no con piedras. Son ellos los que deben alzar la voz, porque su silencio permite que unos pocos sigan hablando por todos.
La defensa del patrimonio no es un capricho de conservadores ni una causa romántica de historiadores. Es un deber ciudadano. Cada edificio, cada calle, cada iglesia de Popayán cuenta una historia. Dañarlos es borrar la memoria de quienes nos antecedieron, es escupir sobre el legado que generaciones enteras construyeron con esfuerzo y amor por esta tierra. No hay revolución posible si no se respeta la historia que nos formó.
Algunos pretenden justificar estos hechos bajo el argumento de la inconformidad o la lucha contra la desigualdad. Pero la violencia nunca ha sido un camino legítimo. Destruir una iglesia no reducirá la pobreza, ni tomarse un edificio logrará más oportunidades. El verdadero cambio social empieza con la educación, la empatía y el respeto. Y eso es precisamente lo que más parece faltarles a quienes hoy llenan de manchas negras las paredes blancas de Popayán.
La Ciudad Blanca no solo lleva ese nombre por sus fachadas encaladas, sino por la pureza de su espíritu, por la decencia de su gente y por la paz que siempre la ha caracterizado. No podemos permitir que unos cuantos sigan convirtiéndola en escenario de odio y destrucción. Popayán ha resistido terremotos, guerras y crisis, pero la ignorancia es el enemigo más peligroso de todos, porque corroe desde adentro lo que más debemos cuidar: nuestra identidad.
Defender a Popayán no es un acto político, es un acto de amor. Exigir respeto por la Universidad del Cauca y por la Iglesia de Santo Domingo no es conservadurismo ni clericalismo, es sentido común y orgullo por lo que somos. Los jóvenes debemos ser protagonistas de la reconstrucción moral y cultural de nuestra ciudad, no cómplices del deterioro.
Popayán necesita menos gritos y más conciencia; menos piedras y más argumentos; menos odio y más educación. Que esta tragedia nos sirva para reflexionar sobre el tipo de sociedad que queremos construir. Porque la verdadera rebeldía, la que transforma y deja huella, no se escribe con fuego ni con pintura sobre los muros, sino con compromiso, respeto y amor por la tierra que nos vio nacer.




