Por Elkin Franz Quintero Cuéllar
En tiempos electorales, el paisaje político se vuelve un espectáculo conocido y, sin embargo, siempre indignante. Discursos reciclados, alianzas improbables, enemigos que se vuelven socios y viejos socios que ahora se insultan en público. La política, en manos de muchos de nuestros líderes, ha dejado de ser un ejercicio de responsabilidad para convertirse en un teatro de máscaras, donde lo único constante es la conveniencia.
La volatilidad de las decisiones políticas ya no sorprende: un día se promete transparencia, al siguiente se protege la opacidad. Ayer se juraba lealtad al pueblo, hoy se negocia con su miseria. Esa actitud camaleónica —vestirse según el clima, hablar según la audiencia, prometer según la urgencia— es ya una práctica habitual. Pero detrás de esas mutaciones no hay evolución, hay intereses. Intereses oscuros. Patrones que operan al margen de la ley, que financian campañas, que compran voluntades y luego cobran facturas desde las sombras.
El problema es que muchas de las decisiones que se toman desde los escritorios del poder no son fruto de la visión ni de la capacidad técnica. Son el resultado de favores, de presiones, de pactos con actores que nada tienen que ver con el bienestar colectivo. Y, como siempre, quien termina pagando las consecuencias es el de abajo: el ciudadano común, el que trabaja por necesidad, el que sobrevive.
Ese ciudadano, además, sigue atrapado en una trampa cultural que se renueva elección tras elección. Cambia el candidato, cambia el logo, cambia el color, pero el método es el mismo: prometer lo mínimo a cambio de lo máximo. Una hoja de zinc, un bulto de cemento, un tamal, un billete de 50 mil pesos. Así se compra la voluntad de quienes más necesitan. Y así se vende, a pedazos, la dignidad de una comunidad entera.
Lo vemos hoy, una vez más, en el municipio de Inzá. Tierra próspera, de paisajes hermosos, ahora empañada por la misma vieja historia: promesas huecas, enfrentamientos verbales, ideas medievales disfrazadas de propuestas. Vuelven los prósperos empresarios de la palabra empeñada, del saludo hipócrita, de la bota plástica. La mirada inquisidora de ayer se vuelve hoy dulce y comprensiva. Pero nada cambia, porque todo obedece a una lógica podrida que premia al más cínico y castiga al que no se arrodilla.
¿Hasta cuándo vamos a normalizar este teatro? ¿Hasta cuándo vamos a dejar que nos gobiernen los mismos con distinto disfraz? ¿Hasta cuándo vamos a seguir votando por los que reparten cosas y no por los que ofrecen dignidad?
El problema no es solo político. Es cultural, estructural y profundamente moral. Si no empezamos a romper el ciclo del engaño y la dádiva, seguiremos condenados a ver cómo se oscurecen nuestros paisajes, no por la tormenta, sino por la sombra de quienes usan el poder para servirse, no para servir.
Y en ese escenario, el pobre no solo sufre. También vota por su verdugo.
Y lo hace con una sonrisa resignada, mientras carga un bulto de cemento, creyendo que ese peso momentáneo aligera su futuro.
Pero no es así.
Porque cada voto vendido es una oportunidad perdida. Cada dádiva aceptada es un contrato firmado con la miseria. Y cada líder corrupto que llega al poder con aplausos comprados, es una sentencia más para el futuro de nuestros hijos.
Inzá no necesita más discursos. Necesita memoria. Dignidad. Decisión.
Porque si no cambiamos el guion, los mismos actores seguirán llenando la escena.
Y el pueblo, en vez de protagonista, seguirá siendo utilería.