Javier Otalora
Mi relato será fiel a la realidad, no sé si a mi recuerdo. No hace mucho tiempo las paredes no se habían convertido en tableros, de color blanco han pasado a estar manchadas con mamarrachos, porque a decir verdad no son grafitis, en otras palabras, manifestaciones de arte callejero. En los muros no hay signos de rebeldía, tampoco expresiones estéticas en la atmósfera de la ciudad, pues son manchas sin sentido, razones ni argumentos. Mas, el lugar trae a la memoria la picazón, la irritación, la visión nublosa y dificultades para respirar. La evocación de una canción: pasan corriendo los vigilantes huyendo de las piedras de los manifestantes, por la calle que desemboca, en el parque de la ciudad, donde se halla el monumento del primer grafitero- Francisco José de Caldas-. En Santafé de Bogotá, ante la arremetida de Pablo Morillo, en octubre de 1816, el científico, en la celda, en que se encontraba, escribió con carboncillo, antes de caminar, para enfrentar el pelotón de fusilamiento, donde hoy se erige el parque Santander.
Oh, negra y larga partida…
Y en una ráfaga de tiempo cambia la dirección del enfrentamiento en la calle, pues pasan corriendo los protestantes, ya que los persiguen el poder de los vigilantes con gases, balas de goma y bolillo… Y, ante arremetida de los smad, los manifestantes se refugian en el claustro de estudios y cierran la puerta. Pero no es medida suficiente, porque los perseguidores lanzan gases y disparan al aire. Y, las cápsulas de gas suben veloces al espacio luminoso, prontamente pierden aliento y, comienzan el descenso al interior de la casa de estudios. Y el vapor se dispersa en nube gris, mientras los estudiantes abandonan los salones de estudio, seguidos por los profesores. Y no hallan la puerta de salida…
Más en otras ocasiones, los domingos, los fieles llegan, estacionan los vehículos y penetran en el templo, a los rituales sagrados. Las ceremonias tienen un tinte de santidad. Escuchan las lecturas y los sermones. En el aire el aroma del incienso inunda el templo. El monaguillo balancea el brasero y en él arde el incienso. La emanación eleva el espíritu de los feligreses, en un rito de sentido misterioso, aunque no faltan quienes dicen que el incienso es bueno para el alma… pero no para los pulmones.
Con el paso de los años, la calle comienza a ser aromatizada de otra forma, no con gases lacrimógenos, ni con incienso al interior del templo. En el aire conmovido hay otro aroma. En ciertos días y aún en las noches, se aspira el humo de mariguana, de bazuco… Por eso se ha comenzado a nombrar la calle, a dos cuadras del parque principal, en el recuerdo de los años 80, en Bogotá: Calle del cartucho.