Por Donaldo Mendoza
Buda, como otros que dejaron análoga huella, vino al mundo bajo el abrigo del mito y la leyenda, condición sine qua non para, 1) trascender en el tiempo y el espacio, y 2) permanecer en el imaginario de comunidades ‘testigos’ de su venida. Asimismo, se habla de él no en el estilo personal de sujeto histórico, sino en el impersonal de la tradición y la oralidad: “En cierta ocasión… En aquel tiempo…”.
Su madre, Mãyã, quien practicaba el ascetismo –solo de nombre esposa de Suddodhara– tuvo una extraña premonición. Sintió que era transportada a los cielos sobre una nube y llevada a un palacio encantado… Se le presentó un elefante, que con una de sus puntas penetró, sin dolor, el costado de Mãyã. “El arcángel acababa así de introducir su reflejo terrestre –el futuro Buda– en el cuerpo de una mujer…” Fue, al modo hindú, una gestación y una venida al mundo sin ningún contacto corporal con la esposa.
Según la tradición, Buda (Buddha) –el Despierto, el Iluminado, el Perfecto– vino al mundo en el año 556 a.C. De familia noble, vivía en el palacio donde su padre era rey, con todas las comodidades que un ser humano pudiera desear, para que nada de afuera le hiciera falta. Salvo que Buda no era ‘cualquier ser humano’. En efecto, a los veintinueve años, tras descubrir la existencia de la enfermedad, la vejez y la muerte, decidió dejar atrás todo para llevar una vida ascética y errante, que le permitiera comprender el misterio del sufrimiento. Por amor a los hombres fue a la búsqueda de la verdad primordial, esencial: cómo redimir al hombre de la vejez, de la enfermedad y la muerte. En suma, cómo hacer para que esos estados no mutasen en «sufrimiento».
De lo anterior se ocupará la doctrina budista. Vale advertir que el budismo no es una religión, no fue la intención de Buda; al punto que, al preguntársele sobre la existencia y naturaleza de los dioses, “no se pronuncia, no sienta doctrina; sencillamente calla y sonríe”. Más que una religión sin Dios, se trata de una moral, de un modo de sabiduría y un estilo de vida. Como en el cristianismo –porque Buda tampoco escribió–, confiamos en sus divulgadores, quienes hacia el siglo II a.C. pusieron por escrito la doctrina.
La doctrina de Buda, como queda dicho, no es una religión con dogmas y promesas de salvación, sino la ‘propuesta’ de una forma posible de vivir, conforme a virtudes de sana convivencia. Descubre las causas de sufrimiento y dolor: el deseo, como la primera; la falta de dominio de sí mismo; y, como fundamento de esas causas, la ignorancia. “La ignorancia, verdadero pecado original, representa el origen primordial de todo sufrimiento, de toda esclavitud”. Y una sentencia: «Únicamente es libre el hombre que comprende». Comprensión que se alcanza liberándose del deseo que engendran los sentidos: el odio, la presunción, la negligencia, la simple imprudencia. Y otros que hoy pasarían por los filtros del tiempo y la cultura: la opinión, la duda, la impudicia…
En el año 476 a.C., según la tradición, Buda tenía ochenta años, “mas la vejez parecía no haberle alcanzado”. La muerte se le anunció precedida de eventos extraordinarios. Instantes previos y posteriores a su muerte, quienes le acompañaban se vieron rodeados de hechos prodigiosos: “El aire se volvió luminoso, una música de la que nadie pudo adivinar la procedencia inundó los oídos de los asistentes. La hoguera donde iba a consumirse el cuerpo del Perfecto ardió espontáneamente, y después, de modo súbito, se apagó, mientras un aroma de jazmines inundaba la atmósfera”.
(Obra reseñada: BUDA, de Maurice Percheron, Salvat, 1985. 219 pp.