Por Donaldo Mendoza
El maestro Rodrigo Valencia Q. ha compartido por Email y Facebook una insólita experiencia ocurrida el 24 de diciembre en la noche. Había caminado con su esposa desde la casa paterna, en el centro histórico, hasta el colegio Champagnat, y en todo ese trayecto no conseguían un taxi que los llevara hasta su casa en Campamento. Justo frente al colegio un joven que conducía un auto particular se detuvo, les hizo seña y les preguntó: ¿Esperan taxi? Luego de un instante, dubitativos, Rodrigo y Amparo respondieron al unísono: Sí… El joven abrió la puerta trasera… “Sigan”. Al bajarse frente a la casa, Rodrigo le dijo: “Cuánto se le debe, joven”; el improvisado taxista respondió con el enigma de dos sílabas: «Nada». Rodrigo jugó las cartas de su rectitud, sin fruto. El joven se despidió con la mano. Rodrigo y Amparo se miraron, sorprendidos, y entraron.
Hay cosas que la razón no entiende y, explicarlas, menos. En efecto, en la edición conmemorativa de los cuarenta años del terremoto (1983-2023), varios columnistas compartieron cómo habían vivido esa experiencia; a mí me pareció la oportunidad indicada para compartir la mía. El evento telúrico me sorprendió en la cruz de la calle 2da. con carrera 3ra. Desde allí veía cómo las casonas soltaban tejas como hojas en otoño; debajo de mí la tierra crujía y se bamboleaba; en algún segundo, de los 18 que duró el fenómeno, acepté que el momento de morir había llegado. Y justo en ese instante dejé de ser materia para entrar en un estado de éxtasis, en donde espíritu, tiempo y espacio fueron eternidad y felicidad absolutos. En suma, fue lo que compartí desde el periódico.
Días después, otro columnista explicaba, desde la razón y sus teorías, la real naturaleza de ese fenómeno, según él… De mi parte, advertí, con iluminada evidencia, lo precaria y mezquina que es la razón cuando intenta explicar cosas que no son de su objetiva competencia. Otra experiencia, menos mística, ocurrió cuando abordé una buseta frente a la urbanización Los Periodistas. Allí se subió un hombre que se sentó a mi lado; al mirarlo observé que, en lo físico, era idéntico a mí; durante el recorrido no cruzamos palabras. Yo llevaba una chaqueta de mi esposa, con una pequeña pero visible rasgadura, para que las internas del Buen Pastor se la arreglaran. A pesar de la advertencia de mi señora, olvidé sacar del bolsillo el dinero para pagar una cuota en el banco. Cuando me paré para bajar, diagonal a la galería del barrio Alfonso López, dos tipos me cerraron el paso y uno de ellos aprovechó que la buseta se hamaqueaba, y con sutil cosquilleo me sacó del bolsillo el dinero, pero éste cayó dentro del bus; una voz dijo: “de quién es esa plata”; casi a gritos respondí, ¡mía!, y la recogí. Me bajé y eché a caminar, no había advertido que detrás de mí venía el mencionado hombre, hasta que escuché: «Esto por aquí es peligroso». “Sí, señor” –le respondí de soslayo–. Y seguí. Caminé cinco pasos, y miré atrás. El hombre había desaparecido.