El tiempo no es una línea recta que avanzamos como autómatas pero si una constante. La temporalidad es complicada, puede ser subjetiva y un recordatorio inalterable de la alteridad. Porque si bien podemos intentar medir el tiempo con relojes y calendarios, nuestra experiencia se moldea, se expande y se contrae dependiendo de nuestra relación con el mundo y, por ende, con los demás.
Martin Heidegger, en Ser y tiempo, nos da la pista: el Dasein, es decir, nuestro ser-en-el-mundo, está inevitablemente vinculado a la temporalidad. Según la lógica heideggeriana, el Dasein es un ser en la temporalidad porque se proyecta hacia el futuro, recuerda el pasado y se confronta con su propia finitud. Pero aquí está el punto clave: todo esto ocurre en un mundo compartido. Nuestro ser no es un ente aislado; siempre estamos en relación con algo o alguien. La temporalidad no es un simple marco en el que existimos, sino que somos temporalidad, la experimentamos en función de nuestras preocupaciones, proyectos y, sobre todo, en función del otro.
Ahora bien, ¿qué pasa en la mismidad, en la total ausencia del otro? En la soledad absoluta, la temporalidad puede volverse amorfa, sin ritmo, sin hitos que la estructuren. En la contemplación profunda, puede diluirse en el presente eterno, como en la meditación o en ciertos estados creativos. Mientras que en la reclusión, la ausencia del otro puede hacer que la temporalidad se sienta interminable o inexistente, dependiendo de nuestra percepción subjetiva.
Cuando el otro está presente, la temporalidad puede ser una corriente tranquila en la que nos dejamos llevar sin notarlo y nos deja preguntándonos adónde se fueron esas horas. En cambio, sin el otro, puede perder su estructura narrativa, deja de medirse en interacciones, en esperas, en encuentros o despedidas. Se vuelve una sustancia difusa, un eco de la existencia sin testigos.
La alteridad rompe la supuesta linealidad del tiempo. En el amor, el deseo, el duelo, la nostalgia, la presencia y la ausencia, deja de comportarse como lo espera la física. Nos adelantamos al futuro con expectativas o nos quedamos anclados en recuerdos que sentimos más reales que el presente. Así, el otro se convierte en un punto de referencia que hace que la temporalidad deje de ser simplemente “lo que pasa” y se transforme en un ente dinámico que nos afecta de manera íntima.
Quizás esto explique por qué los momentos más significativos de nuestra vida están ligados a la alteridad. El otro nos ancla a la percepción del tiempo, nos da ritmo. Sin este hecho, la percepción temporal se vuelve más difusa, más líquida. No desaparece, pero se desdibuja.
En la alteridad, el tiempo se marca por interacciones, expectativas, ausencias y presencias. En la mismidad, en cambio, la temporalidad pierde su estructura social y se convierte en una experiencia interior, casi inefable.
Es como si el tiempo necesitara del otro para ser narrado. Sin alteridad, no hay testigos de esa temporalidad más que uno mismo, y eso cambia completamente su sentido. Quizás por eso muchas personas buscan compañía no solo por afecto, sino para anclar su existencia en un flujo temporal compartido. Y, al revés, en momentos de aislamiento o crisis, esa percepción se siente como una especie de suspensión, como si la realidad siguiera avanzando pero uno estuviera atrapado en un paréntesis, nuestra percepción del tiempo parece depender menos de la física y más de con quién lo compartimos.
En última instancia, la alteridad nos obliga a experimentar el tiempo de una forma que no podríamos en la soledad absoluta. Nos hace conscientes de su paso, nos fuerza a habitarlo con más intensidad.
¿Sin el otro, el tiempo sería como un reloj sin que nadie lo mire?:
técnicamente sigue ahí
Al final, ¿será posible que nuestra percepción del tiempo y su paso es el eco de los momentos de relación con el otro? Si todo lo que creemos de la temporalidad es una construcción que cobra sentido en esa relación, entonces la verdadera soledad no es solo la ausencia de compañía, sino la desaparición misma de la temporalidad. Quizás el único reloj real es la mirada del otro, el latido de una conversación o la pausa infinita de un adiós




