El Amor
San Valentín, esta festividad norteamericana que poco a poco se gana un lugar dentro de las tradiciones de nuestros países con su despliegue de rosas, cenas a la luz de las velas y promesas de eternidad. En medio de esta avalancha de clichés románticos, es fácil olvidar que el amor no se parece a un guion de Hollywood. Porque, más allá de las sonrisas perfectas y los gestos sincronizados, el amor es un encuentro con el otro, un espacio de alteridad y diferencia, un juego constante entre la cercanía y la distancia.
Desde la concepción platónica, el amor es un proceso de superación de la dualidad: el camino del amante hacia el amado es una búsqueda de la unidad perdida que, al alcanzarse, promete tocar lo divino. En el Banquete, Platón describe el amor como un deseo de divinidad y completud, donde el encuentro fisico guía a las almas hacia lo trascendente, rompiendo las barreras entre lo terrenal y lo eterno.
Sin embargo, para Emmanuel Lévinas, la alteridad es infranqueable. El otro nunca será completamente comprensible ni reducible a una extensión de uno mismo. “Amar es acercarse al otro sin intención de poseerlo.” Es precisamente el acto erótico —esa tensión entre el deseo y la imposibilidad— lo que intenta trazar un puente entre los amantes. Pero el erotismo no promete la superación de la dualidad; más bien, celebra el acercamiento momentáneo, el roce entre dos universos que se buscan sin entrelazarse.
Platón veía el amor como una inspiración para trascender la mismidad, una fuerza capaz de elevarnos más allá de lo que creíamos posible. No desde la carencia ni la necesidad de ser completados, sino como un proceso de transformación. Para Lévinas, no implica la fusión de los amantes, sino la creación de un espacio donde el otro no es un reflejo de nuestras expectativas, sino una presencia por derecho propio que permite la expansión de los límites de nuestro ser.
Esta tensión entre unidad y alteridad ha sido objeto de reflexión para casi todos los filósofos y escritores. Kant veía en el amor un desafío, un equilibrio entre la celebración de la libertad del otro y el deseo inevitable de conexión. Los románticos Victor Hugo, Goethe y Schiller, con su obsesión por lo inalcanzable, llevaron esta idea más lejos. Nos hablaron de un amor que arde en la distancia, que crece porque nunca podrá ser completamente alcanzado. En la música, compositores como Beethoven y Brahms tradujeron esa tensión en sonidos, creando obras que oscilan entre la dulzura del encuentro y el dolor de la separación.
El amor, en todas estas visiones, no es dependencia, sino un motor de transformación, invita a vernos a través de la mirada del otro, a descubrir lo que somos capaces de ser. No para desaparecer en el otro o en la visión de dos, sino para crear la visión de cada uno en dos. Es un constante cruce de fronteras, una danza entre lo conocido y lo desconocido, entre la mismidad y la alteridad.
Si algo nos enseñan Platón, Lévinas y todos aquellos que han pensado y sentido el amor, es que no existe una única respuesta. El amor es pregunta, búsqueda y posibilidad. Es el espacio donde dejamos de ser para convertirnos en lo que podríamos llegar a ser, no por el otro, sino CON el otro.
Tal vez deberiamos recordar que no necesitamos ser completados para amar, sino inspirados; es posible que ahí resida su mayor fuerza: en la capacidad de inspirarnos a crear una versión de nosotros mismos que no existía antes; crecer en el amor también significa mostrarnos tal como somos, sin máscaras, desde esa vulnerabilidad que solo el otro puede tocar.
Este fin de semana, entre animalitos de peluche y serenatas, pensemos en algo:
Amar es, atreverse a ser visto en los lugares más oscuros, esos que a menudo ocultamos por miedo. Es un acto de confianza radical, donde lo más íntimo encuentra un espacio sin juicios. Permitámonos reflexionar acerca del amor, no como necesidad de ser completados, sino como un acto de valentía, en el que nos mostramos tal como somos y con el valor suficiente para amar al otro en su propio “caos”.