ARMANDO BARONA MESA
No es bueno tener que escribir sobre estos temas. La abitrariedad abre caminos, los impone contra la razón y deja ver las aristas largas del caimán que se desliza en silencio para asestar el golpe brutal. Podría decirse, con la vieja canción de José María Peñaranda, “se va el caimán, se va el caimán, se va para Barranquilla”. Y coincidencialmente así está ocurriendo. El caimán Petro, costeño él, se va a la capital del Atlántico y allí suelta su andanada de baja oratoria, para luego ensamblar y asestar el doble mandoble contra los colombianos que han dejado de creer en él -que somos casi todos- y advierten los graves peligros económicos que nos acechan, tanto en la educación como en la salud y en las obras públicas, culpa de su gobierno arbitrario, que solo piensa en el engradecimiento del ego narcisista y paranoide del señor Petro. Estamos -hasta aquí- de malas.
Pero se advierte un futuro claro de escogimiento democrático de la República, en la medida en que no dejemos que se imponga la arbitrariedad.
Ah, cuando se ve lo que fue el manejo que le dio el gobierno a la minoría en las Cámaras, la forma grosera y criminal como se compraron con gran gasto de dineros públicos votos parlamentarios, en actos que bien pronto abrirán cárceles y aumentarán sindicados y presos de alta alcurnia.
Y será entonces ineludible que se atienda una razón elemental: detrás de todo esto estaba el presidente de la República, no solo conocedor de todo -como lo señaló el propio exministro Bonilla-, sino que además le será imposible eludir las propias responsabilidades que él, con la habilidad de viejo parlamentario, había esgrimido. Ninguno de los ministros se habría atrevido a promover un golpe criminal como éste, sin que la iniciativa proviniera del propio mandatario.
Fue precisamente en uno de sus viajes a la costa, bajo los impulsos irreverentes de su narcisismo, en el que señaló el propio Petro cómo comprar votos parlamentarios era una práctica lejana del Congreso. Y agregó que él había hecho debates en contra de tales sucesos, que en nada habían parado. O sea que si antes no pasó nada, era lo lógico que tampoco ahora debía pasar. Lo oí y lo juro.
Luego, desde su propio ángulo de opinión, no era nada el acudir a ese sistema. Pero le dio, como el viejo ron costeño, “tres patadas” al asunto y sin ninguna consideración, echó del gabinete a Bonilla y a Luis Fernando Velasco, a quienes tiene en el asfalto defediéndose a como haya lugar. Ninguna solidaridad con ellos, que no sueltan por lealtad palabra alguna en su contra.
No hay duda que ambos exministros son excelentes ciudadanos. Virtuosos y de gran valor intelectual. E hicieron bien su oficio -lo digo yo desde mi punto de vista opositor-. Pero para un narciso lo único que cuenta es su ego. Y a los demás, que se los lleve el diablo, no obstante la demostración de esa virtud, que es la lealtad.
El enamorado de sí mismo, infatuado con una paranoia desbordante, peca y le deja a los otros el ardor de su pecado. Conozco a Luis Fernando Velasco y lo admiro y aprecio como a su padre Omar Henry. Cosa igual podría agregar en el caso del doctor Ricardo Bonilla. Y como jurista y ciudadano de bien, me duelen sus desgracias que bien comprendo -como lo he escrito- tuvieron origen en aquella otra mente, de quien se habría podido creer que era la encarnación de la virtud y solo era la reencarnación de la ambición.
Con cierto dolor, pues, no puedo menos que recordar aquella frase de Voltaire sobre la maldad interior de ciertos seres humanos: “Ah humanidad, mientras más conozco al hombre, más quiero a mi perro.”