Juan Pablo Matta Casas
La Corte Constitucional de Colombia ha sido, desde su creación en 1991, una institución fundamental en el mantenimiento del equilibrio de poderes. Su existencia ha permitido consolidar el Estado de derecho y garantizar que las decisiones políticas se ajusten a los principios constitucionales. Sin embargo, en la coyuntura actual, enfrenta una doble amenaza: por un lado, las presiones del Gobierno Nacional, que busca influir en sus decisiones para avanzar en su agenda política; por otro, la amenaza de la protesta y el estallido social como mecanismo de presión para condicionar sus fallos. Esta situación no solo compromete la autonomía de la Corte, sino que también pone en riesgo la estabilidad institucional del país.
El uso de la protesta social como herramienta para influir en las decisiones judiciales es un fenómeno preocupante. En las democracias sólidas, las diferencias de criterio frente a las instituciones del Estado deben resolverse dentro del marco legal y constitucional, no mediante la coacción o la intimidación de la ciudadanía. No puede convertirse en un principio aceptable que las decisiones de un alto tribunal dependan del ruido en las calles o del grado de violencia que pueda desatarse tras un fallo adverso para ciertos sectores. En Colombia, el estallido social de 2021 dejó en evidencia que la protesta, cuando se desborda, se transforma en una amenaza contra el orden público, la economía y la seguridad de los ciudadanos. Lo que comenzó como un descontento legítimo contra una reforma tributaria derivó en bloqueos, destrucción de infraestructura, ataques a la fuerza pública y afectaciones a miles de trabajadores y empresarios. Convertir la protesta en un instrumento de chantaje contra las instituciones no fortalece la democracia, sino que la socava.
El Gobierno Nacional, en lugar de garantizar la independencia de la justicia, ha promovido la movilización popular como un mecanismo de presión para condicionar las decisiones de la Corte. Esta estrategia no solo es irresponsable, sino que es peligrosa, pues transmite el mensaje de que el cumplimiento de la Constitución es negociable según la intensidad de la protesta. En un Estado de derecho, las instituciones deben operar bajo principios de legalidad, no bajo el temor a las revueltas. La independencia judicial no puede ser vista como una concesión de los grupos en el poder o de quienes se toman las calles; es una condición innegociable para la estabilidad del país.
No se trata de desconocer el derecho a la protesta, sino de entender que este no puede utilizarse como un instrumento de coacción contra la justicia. La protesta no debe convertirse en una herramienta de intimidación ni en un chantaje contra las instituciones que están diseñadas para operar con independencia.
La historia reciente de Colombia ha demostrado que la violencia y la anarquía no traen soluciones, sino más problemas. El paro nacional de 2021 dejó un país dividido, una economía golpeada y un desprestigio institucional profundo. Si la Corte Constitucional falla en contra de ciertas reformas gubernamentales, es probable que el Ejecutivo vuelva a recurrir al llamado a las calles, lo que avivaría un nuevo estallido social. Pero el país no puede seguir operando bajo la lógica del miedo y la presión. La institucionalidad debe imponerse sobre la emotividad de la protesta, y la Corte debe ser blindada de cualquier tipo de interferencia, ya sea desde el Gobierno o desde los sectores que buscan imponer sus decisiones mediante la fuerza.
Si el futuro de las instituciones depende de la amenaza de la protesta, entonces Colombia estará cada vez más cerca de convertirse en un Estado en el que el ruido y la violencia sean los únicos mecanismos para hacer valer las decisiones. La democracia no puede sobrevivir en esas condiciones. La estabilidad del país requiere una Corte Constitucional fuerte, independiente y protegida de la presión popular y gubernamental. La responsabilidad del momento actual no recae solo en los magistrados, sino en todos los ciudadanos y sectores de la sociedad que deben defender la institucionalidad por encima de la coyuntura política. Es el momento de cerrar filas en defensa de la independencia judicial y de rechazar cualquier intento de manipulación mediante la protesta y la violencia.