En Colombia, la educación superior enfrenta un dilema profundo: ¿debe formar únicamente profesionales para el mercado laboral o ciudadanos críticos capaces de transformar su realidad?

Por: Diego Fabián Bolaños Sarria
En Colombia, la educación superior enfrenta un dilema profundo: ¿debe formar únicamente profesionales para el mercado laboral o ciudadanos críticos capaces de transformar su realidad? La respuesta no es sencilla, pero sí urgente. La universidad no puede limitarse a ser una fábrica de títulos; debe ser, ante todo, un espacio de pensamiento, innovación y compromiso social.
Como advertía Paulo Freire, “la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo”. En ese espíritu, nuestras universidades deben recuperar su misión de formar seres humanos íntegros, con conciencia crítica, sensibilidad social y vocación transformadora. Hoy, muchos jóvenes priorizan carreras técnicas por razones comprensibles: rapidez para insertarse en el mercado, estabilidad económica y menor inversión en tiempo. Sin embargo, esto no puede convertirse en excusa para que las universidades abandonen su papel humanista.
La investigación y la innovación son pilares fundamentales de una sociedad que busca desarrollarse de forma autónoma. Sin embargo, Colombia aún tiene una inversión deficiente en este campo. En 2023, el país destinó apenas el 0,28 % del PIB a ciencia, tecnología e innovación, muy por debajo del promedio latinoamericano y lejos del 1 % recomendado por la UNESCO. Solo el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación (Minciencias) experimentó un recorte del 24 % en su presupuesto para 2025, pasando de $398.000 millones en 2024 a cerca de $300.000 millones en 2025. Este ajuste representa el presupuesto más bajo desde la creación del ministerio en 2019 y afecta programas estratégicos en áreas como cambio climático, transición energética y bioeconomía, lo que termina limitando gravemente la capacidad de las universidades para generar conocimiento transformador.
Y si lo anterior no fuera suficiente, errores institucionales minan aún más la confianza. Un ejemplo claro fue el fallo técnico en la reciente convocatoria de Minciencias, donde se distorsionó la clasificación de los grupos de investigación, afectando el reconocimiento del trabajo de cientos de investigadores. La consecuencia fue más que un problema administrativo: debilitó la percepción del avance científico en el país y desmotivó a quienes apuestan por la excelencia académica.
Aun con estas dificultades, muchas universidades —especialmente las regionales— están demostrando que no han renunciado a su rol como actores sociales. Desde la investigación comunitaria hasta los proyectos ambientales y de justicia social, estas instituciones están generando conocimiento con impacto territorial. Pero para que estas apuestas prosperen, se necesita algo más que voluntad: se requiere una política de Estado que garantice una financiación justa y sostenida.
Además, es urgente fortalecer la autonomía universitaria. Las universidades deben tener la libertad de tomar decisiones académicas sin interferencias políticas ni intereses externos. Casos como el conflicto entre Harvard y la administración Trump nos recuerdan que incluso en democracias consolidadas, la libertad académica puede estar en riesgo. En Colombia, esta autonomía debe protegerse y consolidarse como base para el pensamiento libre.
Por otro lado, el aumento en la cobertura educativa en América Latina ha traído consigo nuevos desafíos. Todos distintos, pero con el mismo origen: El mercado. En Colombia, la caída en la matrícula universitaria se suma a problemas de acreditación, deficiencias en infraestructura y baja inversión en investigación. La brecha entre universidades de élite y las de menor presupuesto se profundiza, generando desigualdades que contradicen el ideal de una educación como derecho y no como privilegio.
Finalmente, la presión por la internacionalización ha llevado a muchas universidades a obsesionarse con rankings y publicaciones en revistas extranjeras, a menudo desconectadas de la realidad nacional. Pensar globalmente no debe significar olvidar lo local. La universidad debe volver a mirar hacia su comunidad, su territorio y su país, formando profesionales que no solo aspiren a trabajar en el exterior, sino que sueñen con transformar su entorno.
Estudiar no debe ser un acto mecánico ni un trámite para conseguir empleo. Debe ser, sobre todo, una experiencia de crecimiento personal y colectivo, de construcción de sentido y de ciudadanía. Es hora de que el país repiense su modelo educativo y vuelva a creer en el poder transformador de la universidad. Porque cuando estudiar se convierte en transformar, es entonces cuando la educación cumple su verdadero propósito.