sábado, septiembre 13, 2025
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La Luz al final de la tormenta

A las siete y veinte de la noche, una súbita ráfaga de viento helado azotó la ciudad, arrastrando las últimas gotas de un día caluroso. Dentro de miles de hogares, las familias se preparaban para la cena o disfrutaban de sus programas favoritos.

Y entonces, el primer relámpago. No fue un destello silencioso, sino un estallido blanco que iluminó el cielo por un instante, seguido de un trueno que hizo temblar las ventanas. Un segundo, un tercero. La lluvia se desató con una furia inusitada.

El televisor de los Pérez se apagó, el piloto de la arrocera de los Gómez se extinguió. En cuestión de segundos, la normalidad se desvaneció en la oscuridad. Un coro de exclamaciones, quejas y frustración se elevó en el aire, seguido por el tintineo insistente de los teléfonos.

En el centro de control, Marco no escuchaba los reclamos. Solo veía los puntos rojos que se encendían en la pantalla, uno tras otro, como una erupción de pústulas en un mapa digital. Una subestación de la zona sur había fallado, sobrecargada por la tormenta. Era su señal. “Equipo Alfa, a la subestación 14. Caída en el alimentador 3. Parece ser una falla principal”, gritó por el intercomunicador.

El fútbol sonaba en el televisor de la sala de los Pérez, mientras que en la cocina de los Gómez, el arroz burbujeaba en la arrocera eléctrica. Los niños, ajenos al cambio de clima, jugaban en sus habitaciones iluminadas. Era una imagen de perfecta normalidad.

Afuera, la lluvia caía en láminas, y el viento doblaba los árboles con una violencia que hacía parecer que la naturaleza estaba en guerra. Marcos, al volante de la camioneta de servicio, se concentró en el camino, evadiendo ramas caídas y charcos que parecían pequeños lagos. Junto a él, Carlos se acomodaba el casco, su rostro endurecido por la concentración. Sabían que, mientras la ciudad maldecía su suerte y el apagón, miles de personas esperaban que ellos, un puñado de hombres y mujeres, desafiaran a la noche para devolverles el confort.

Llegaron a la subestación, un laberinto de cables y transformadores que zumbaban en la oscuridad. El sonido del viento se mezclaba con el chasquido eléctrico de la falla. Con linternas en mano, el equipo inspeccionó cada componente, sus siluetas recortadas contra los ocasionales relámpagos. “Aquí está”, dijo Marco, señalando un aislador carbonizado que había cedido ante la sobretensión. La reparación no sería fácil. El barro hacía resbaladiza la superficie, y cada movimiento debía ser calculado y preciso para evitar la descarga de la alta tensión.

Con guantes y herramientas especiales, Carlos y Marco escalaron una de las estructuras, sus rostros empapados por la lluvia. El trabajo era extenuante. Cada tornillo parecía más pesado, cada cable más difícil de manipular. Mientras trabajaban, las llamadas de los usuarios seguían entrando al centro de control, cada una con un tono más impaciente que la anterior. “¿Cuándo va a volver la luz? ¡Necesito cargar mi teléfono!”, decía una voz. “Mis niños están asustados”, se escuchaba en otra. Los trabajadores, en su burbuja de peligro y esfuerzo, no oían estas quejas, pero las sentían. Eran el motor silencioso que les recordaba el propósito de su sacrificio.

El tiempo se estiró en un goteo interminable de minutos, cada uno un desafío. Finalmente, después de horas de trabajo arduo y silencioso, la pieza defectuosa fue reemplazada. Marco hizo la última conexión, y una luz verde parpadeó en su equipo de medición. La tensión volvió a fluir por las venas de cobre del sistema. Con un gesto de aprobación, Marco y Carlos descendieron. Desde la colina donde estaba la subestación, vieron la magia ocurrir.

Uno a uno, los puntos oscuros en la ciudad se encendieron. Una luz, dos, diez, cien. Ventanas que habían permanecido negras, ahora brillaban con el calor del hogar. Los Gómez pudieron finalmente calentar su cena, y los Pérez celebraron el regreso del partido. La ciudad recuperaba su pulso.

Para Marco y su equipo, el trabajo terminaba ahí. No habría aplausos, ni mensajes de agradecimiento. Se metieron en la camioneta, empapados, exhaustos y con las manos sucias, pero con la satisfacción de saber que, en la noche de los relámpagos y las quejas, ellos habían sido la respuesta. El regreso al centro de control era solo el camino a casa para descansar, un pequeño interludio antes de la próxima tormenta. Su heroísmo, como la corriente que transportaban, era silencioso e invisible, pero fundamental para que la vida continuara su curso

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