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Un silencio súbito: una gran ausencia y muchas preguntas

El pasado sábado, mientras el día aún clareaba sobre las montañas que rodean Popayán, Andrés Muñoz, padre, hijo, esposo, amigo jovial y trabajador, cayó de su bicicleta y ya no se levantó.

Por: Ferchijote

Todo sucedió mientras pedaleaba por una exigente trocha, haciendo lo que amaba: sentir la vida desde el esfuerzo y el paisaje. Un paro cardíaco súbito lo dejó sin aliento. Sin previo aviso. Sin historia clínica que lo explicara. Su muerte se suma a una creciente lista de personas relativamente jóvenes, aparentemente sanas, que han muerto de manera repentina, en silencio, lejos de los hospitales, lejos de algo que explique la partida de alguien tan querido por tanta gente.

Alejandro, unos de sus hermanos, aún se sigue preguntando por qué la demora para darle los primeros auxilios, por qué la tardanza para trasladar su cuerpo hasta la clínica apenas ocurrido su deceso e incluso por qué la angustiosa espera padecida por su familia para poder tenerlo en casa y poder realizar las honras fúnebres.

Muchos de nosotros compartimos una misma pregunta que se instala como niebla, a propósito del fallecimiento de nuestro amigo Andrés: ¿qué está pasando? ¿Por qué hay tantas muertes súbitas desde de un tiempo para acá?

La versión oficial es parca: “no hay evidencia concluyente de que las vacunas contra el COVID-19 —como las de Pfizer o Sinovac— estén detrás de estos fallecimientos”. Diversos estudios internacionales, desde el CDC en Estados Unidos hasta revisiones científicas publicadas en The Lancet, han demostrado que los casos de efectos secundarios graves son bajos y que los beneficios de la vacunación parecen superar sus riesgos. También es cierto que la pandemia dejó secuelas en quienes se contagiaron: daños cardiovasculares, inflamaciones, alteraciones metabólicas. Todo eso es parte de la literatura médica actual.

Pero también es verdad que algo más está ocurriendo. Porque cuando mueren jóvenes ciclistas, profesores, artistas, campesinos y trabajadores con buena salud aparente, algo falla. Y tal vez no se trata solamente de efectos directos de las vacunas o del virus, sino de un modelo de vida que en los últimos años ha alterado profundamente nuestros cuerpos y nuestras emociones.

Desde el 2020, millones de personas en el mundo entero fueron sometidas a condiciones excepcionales: encierros prolongados, sedentarismo forzado, angustia crónica, hipervigilancia digital, inseguridad económica, deterioro de la salud mental. A eso se le suma un sistema de salud cada vez más lucrativo y fragmentado, donde las EPS hacen de intermediarias financieras en lugar de garantes de la prevención o la vida. ¿Cuántas veces fuimos al médico en los últimos años por chequeos de rutina? ¿Cuántos electrocardiogramas, pruebas de esfuerzo o exámenes de sangre dejamos de hacernos? ¿Cuántos síntomas pequeños ignoramos?

Algunos cardiólogos advierten que el estrés sostenido —como el vivido durante y después del COVID— puede alterar la presión arterial, favorecer la inflamación crónica y acelerar el envejecimiento de las arterias. La ansiedad y el duelo no vivido también impactan el sistema nervioso autónomo, especialmente el corazón. La muerte súbita, entonces, puede ser la expresión final de una acumulación invisible. No una bala aislada, sino una implosión acumulada de microtraumas.

No podemos descartar tampoco la relación entre nuevos hábitos de consumo —ultraprocesados, energizantes, suplementos mal regulados, fármacos sin seguimiento— y estos cuadros clínicos. La exposición prolongada a contaminantes ambientales, las jornadas de trabajo excesivas, la hiperconectividad y la falta de sueño profundo son factores silenciosos que, combinados, nos van debilitando. Y lo hacen sin que sepamos, porque el sistema no mide estas cosas. Las ignora. No generan dividendos.

En ese vacío de vigilancia real, es fácil que las teorías conspirativas se instalen: culpar a las vacunas, a los chips, a las farmacéuticas, sin más. Pero tal vez lo más inquietante no es que nos oculten algo, sino que no haya nadie haciéndose las preguntas correctas con voluntad de fondo. Que estemos ante un fenómeno multifactorial y nadie lo investigue con honestidad. ¿Por qué las muertes súbitas no son un tema prioritario en los entes de salud? ¿Dónde están las autopsias, los seguimientos post COVID a largo plazo, los protocolos de chequeo para personas activas?

Colombia, por ejemplo, no cuenta con un sistema unificado de registros de muertes súbitas fuera del hospital. La mayoría de los fallecimientos inesperados quedan clasificados como “paro cardiorrespiratorio” y cerrados sin más indagación. ¿Cuántas de esas muertes pudieron prevenirse con exámenes básicos, seguimiento o acceso oportuno? ¿Cuántas fueron catalogadas como “normales” cuando no lo eran?

Por eso, la muerte de Andrés no es solo la muerte de una persona más. Es un llamado. Un reflejo de un sistema que no se pregunta, que no investiga, que apenas reacciona. Y nosotros, sus amigos, sus vecinos, sus testigos, no podemos resignarnos. Necesitamos exigir claridad: pedir que se estudien los casos, que se abra un registro público de muertes súbitas, que se investigue el impacto del COVID, del encierro, de los tratamientos experimentales y de los cambios sociales en nuestra salud integral. Necesitamos datos, sí. Pero también humanidad.

Porque cada cuerpo que cae es una vida interrumpida, una biografía que no terminó su capítulo, una posibilidad que no alcanzó a desplegarse. Andrés era un hombre vital, alegre, responsable, ejemplar. No tenía antecedentes. No merecía morir así, como tampoco lo merecen tantos otros que cayeron sin aviso. Que se apagaron sin explicación.

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