Jorge Alberto López Guzmán, nacido en la ciudad de Popayán el 10 de febrero de 1993, es un pensador multifacético cuya trayectoria académica y personal se ha labrado en la confluencia de diversos campos del saber. En este diálogo, exploraremos cómo sus múltiples intereses convergen y dan forma a una visión particular del mundo, en la que la academia y la palabra poética se entrelazan para comprender la realidad.

EL: Jorge, en tu recorrido hay una mezcla muy rica de intereses, saberes y vivencias. En tu biografía se menciona que eres politólogo, antropólogo y filósofo, además de haber cursado una especialización y maestría en gobierno y políticas públicas y un doctorado en antropología. ¿Qué te llevó a explorar tantos caminos académicos?
JALG: Para responderte, tengo que hablar primero de mis padres. Ellos no pudieron terminar el colegio, pero siempre tuvieron claro que el estudio podía abrirnos posibilidades que a ellos se les negaron. Desde niños, a mi hermana y a mí nos enseñaron a valorar los libros, a cuidar las palabras, a no renunciar a la pregunta. En medio de muchas carencias materiales, lo que nunca faltó en casa fue el amor y esa certeza de que estudiar podía ser una forma de libertad.
Recuerdo con mucha nitidez un momento que me marcó: estaba en noveno grado, y gracias al profesor de ciencias sociales llegó a mis manos el libro No nacimos pa’ semilla, de Alonso Salazar. Fue un golpe directo. Me mostró, con una crudeza enorme, las realidades que atraviesan muchos jóvenes como yo, que no venimos de familias privilegiadas, que crecemos entre obstáculos, violencias, silencios. Ese libro me hizo pensar en las rutas que están cerradas para tantos, y me empujó a preguntarme si era posible imaginar otros caminos.
Más adelante, ya en la universidad, leí el ensayo Elogio de la Dificultad, de Estanislao Zuleta, y ahí se reactivó algo profundo. Ese ensayo no solo me confrontó, sino que me hizo reconciliarme con la complejidad. Me ayudó a entender que las preguntas difíciles también son necesarias, y que resistir es, muchas veces, insistir en pensar. Desde entonces, la filosofía, la política, la antropología… se volvieron para mí maneras de intentar comprender el mundo y, también, de intentar transformarlo desde lo que duele y desde lo que se sueña.
EL: Tu trayectoria académica tiene pregrados, una especialización, una maestría y un doctorado. ¿Cómo describirías tu experiencia en la academia?
JALG: La universidad ha sido, para mí, una mezcla de refugio y desafío. Amé estudiar, aunque casi siempre a mi manera, buscando conexiones no siempre lineales, a veces fuera del currículo. Siempre he sentido que aprender no es llenar vacíos, sino encender fuegos.
La academia me permitió pensar, pero también me mostró sus límites. Muchas veces sentí que los trámites, la rigidez, las formas tradicionales de enseñar, terminaban apagando ese fuego. Por eso creo que la universidad necesita transformarse. Que estudiar no puede ser un ritual burocrático, sino una experiencia vital. Que el conocimiento, si no se vuelve acto, si no incomoda o conmueve, pierde su sentido.
EL: ¿Qué rol ha jugado tu familia en ese camino de formación?
JALG: Todo. Cuando algunas personas escuchan mi recorrido académico, suponen que vengo de una familia con privilegios, con padres profesionales o con muchas comodidades. Pero la realidad fue muy distinta. Mis padres, aunque llenos de amor, nunca pudieron terminar sus estudios del colegio. Y mi hermana y yo nos formamos en medio de limitaciones.
Uno de los momentos más difíciles fue cuando falleció mi padre. Yo tenía 21 años. Estaba en plena universidad, y su ausencia nos golpeó no solo emocional, sino económicamente. Mi hermana, que se había graduado recientemente, y mi mamá, con una fuerza que todavía me emociona, asumieron toda la responsabilidad del hogar. Incluso me dijeron que siguiera estudiando, que no dejara mis sueños en pausa.
En ese momento, dudé mucho. Pensé en abandonar los estudios y salir a trabajar. Pero gracias a ellas, que me sostuvieron con amor y dignidad, pude terminar. Meses después de graduarme, tuve mi primer trabajo como docente universitario. Desde entonces, combino el trabajo con el compromiso de apoyar a mi familia, que ha sido siempre mi raíz y mi impulso.
EL: ¿Qué significa para ti estudiar?
JALG: Estudiar, para mí, es un acto profundamente humano. No es solo acumular saberes, es transformar la mirada. Es dejarse tocar por una idea, por una pregunta, por una historia. Estudiar es también un derecho negado para muchos, y por eso lo valoro tanto.
Siempre repito una frase de Zuleta: “leer debe ser una fiesta”. El estudio también debería serlo. Pero, lamentablemente, en muchos contextos se vuelve una carga, una rutina vacía. Yo defiendo el estudio como un acto de libertad, de autoconocimiento, de ternura con uno mismo y con los demás.
EL: Además de investigador, eres escritor. ¿Cómo se cruzan esas dos dimensiones?
JALG: Son dos caminos que se tocan constantemente. Desde la academia, mis intereses giran en torno a la geopolítica de los recursos naturales, la filosofía política antigua y moderna, la antropología crítica. Me interesa el poder, sí, pero más aún las formas en que se administra el saber, quién accede a él y quién queda fuera.
Pero la escritura creativa me da otras herramientas. Me permite hablar desde el cuerpo, desde lo íntimo, desde lo simbólico. Escribo cuentos, poemas, fragmentos que a veces no encajan en la lógica académica. Y es allí donde exploro lo que no se puede sistematizar: el duelo, la memoria, el deseo, el afecto. Ambas formas —la académica y la creativa— me permiten entender el mundo, pero desde diferentes lugares del alma.
EL: Tu trabajo ha sido muy reconocido. ¿Hay alguno de esos reconocimientos que sientas especialmente significativo?

JALG: Cada reconocimiento ha llegado con una historia detrás, con un rostro, un contexto, una emoción. No los veo como trofeos, sino como pequeños destellos de camino. Por ejemplo, en 2018 recibí el reconocimiento al mejor póster en el Seminario Internacional de Innovaciones Educativas y MOOC, organizado por la Universidad del Cauca, por un proyecto que nació del amor por la docencia: “7 pasos para soñar en las aulas”. Era una propuesta que buscaba reencantar el aula, devolverle el asombro, el deseo, el juego, la imaginación. Y que haya sido valorada, en ese entonces, fue muy especial.
En 2020, fui seleccionado por la Plataforma Comprometidos como uno de los 100 jóvenes con ideas innovadoras de América Latina para contribuir al cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Aún recuerdo la emoción de sentir que una propuesta nacida desde el sur también podía dialogar con agendas globales.
En 2021, fui seleccionado como representante de Colombia para integrar el Comité Ejecutivo de Jóvenes Investigadores de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política (Alacip-Joven), y al año siguiente, en 2022, recibí el reconocimiento como Joven Científico por parte de la Fundación EU-LAC. Participé en espacios de discusión sobre los horizontes y límites de la cooperación birregional entre América Latina y Europa en materia de investigación científica.
Ese año también fui seleccionado por el Grupo de Financiamiento Climático para Latinoamérica y el Caribe (GFLAC) y FLACSO-Argentina para integrar el programa Jóvenes por las Finanzas Sostenibles. Además, la Organización Internacional de Jóvenes Iberoamericanos me eligió representante de Colombia para impulsar proyectos en favor de la paz, la democracia y los derechos en la región.
Y 2023 también fue un año lleno de significados: recibí una Mención de Honor por parte del Instituto Nacional de Investigación e Innovación Social y la Universidad del Valle por el cuento “El animal que estoy siendo”, finalista en el II Concurso Internacional de Cuento Filosófico. Ese mismo año obtuve mención honorífica por mi proyecto de investigación de grado en filosofía, titulado “Paradojas del Capitalismo Cognitivo”, y fui honrado con la Medalla “Guillermo Valencia” por mi promedio académico en la Universidad del Cauca. Ese reconocimiento me conmovió profundamente, porque fue un cierre lleno de dignidad en la universidad que me vio formarme entre tantas dificultades.
Pero más allá de las menciones, lo que verdaderamente me conmueve —y lo digo desde lo más hondo— es pensar que, en algún lugar, hay alguien que se detiene, aunque sea un instante, por algo que escribí o compartí en una clase. Que una palabra, una idea o una historia haya despertado una pregunta, una emoción o una forma distinta de mirar el mundo, ya es mucho. Para mí, ese es el verdadero sentido de lo que hago: tender puentes, abrir grietas de sensibilidad, sembrar posibilidades en medio de tanta prisa.
EL: Hablemos de la docencia. ¿Qué significa para ti ser docente?
JALG: Ser docente es, para mí, una forma de transformar el mundo. No exagero. Enseñar es abrir puertas, acompañar procesos, sembrar preguntas. Siempre les digo a mis estudiantes que no me interesa formar repetidores de contenido, sino seres capaces de maravillarse. La docencia no puede ser solo transmisión de datos; tiene que ser encuentro.
Por eso creo tanto en una pedagogía del cuidado. Cuidar no es consentir; es tomarse en serio la fragilidad del otro, su contexto, sus búsquedas. La empatía es, para mí, la herramienta más potente que tiene un maestro. Y también la humildad. Porque en cada clase, quien más aprende, muchas veces, soy yo.
EL: Jorge Alberto López Guzmán, gracias por compartir con tanta sinceridad tu historia, tus heridas, tu búsqueda. Es inspirador ver cómo has hecho del pensamiento una forma de cuidado.
JALG: Gracias a ti. Al final, lo que uno puede compartir con el mundo no es solo lo que ha leído, sino lo que ha vivido, lo que ha perdido y, sobre todo, lo que ha amado.