sábado, septiembre 13, 2025
No menu items!
spot_img
InicioESPECIALESTertulia de tango, versos y tragos en El Sotareño

Tertulia de tango, versos y tragos en El Sotareño

Fotos suministradas

La velada comenzó con un silencio musical: un tango viejo sonaba desde el tornamesa que Agustín conserva como reliquia sagrada.

Por Antonio María Alarcón Reyna

En el corazón de Popayán, bajo la tenue luz ámbar de un farol de esquina y el eco lejano de un bandoneón fantasma, se alza el bar El Sotareño, que ahora se ubica dominando un sitio nuevo, para desde su puerta disfrutar los atardeceres que muere sobre los arcos del centenario Puente del Humilladero.

El Sotareño cambió de sitio después de la pandemia y del viejo recuerdo que conservamos quienes muchas noches sucumbimos ante una botella de ron y el sonar de un tango que atravesaba el corazón como una daga de malevo en riña cantinera, ahora es un espacio con alma de arrabal y espíritu de bohemia diseñado en un estilo moderno. No hay avisos ruidosos ni pantallas de neón: apenas una puerta que cruje con la historia de quienes han entrado buscando consuelo en un trago o una canción.

Además, el único que permanece incólume con su pequeña estatura y la gigantez de su corazón, es Agustín Sarria, escuchador de cuitas y lamentos, cómplice de la noche para muchos aventureros de las faenas lúbricas y palpitantes que van y vienen al ritmo de la música, las copas de vino, las botellas de cerveza y el fragor de la conquista que jamás termina.

Agustín es el cantinero de las almas perdidas. Tiene los ojos de quien ha visto demasiadas despedidas y una sonrisa que nunca juzga. Agustín, dueño y cantinero de este rincón escondido llamado El Sotareño, no sirve tragos: sirve consuelos. En su bar, la noche no comienza con el reloj, sino con el primer suspiro que cruza la puerta.

Su sonrisa de picardía es una bandera blanca, en un signo de tregua para los enamorados que buscan un rincón donde sus manos se toquen sin culpa; para los infieles que encuentran en la penumbra el único lugar donde el mundo deja de señalarlos. Agustín los atiende con la misma ternura con la que se sirve un trago, lento, sin apuros, sin preguntas, sin rechazos, sin miradas furtivas.

Sabe, sin que se lo digan, cuándo alguien viene huyendo y cuándo alguien viene buscando. Y a todos los recibe igual: con un vaso limpio, un silencio oportuno o una historia que no aparece en los libros ni en los periódicos. Los borrachos crónicos le tienen una especie de devoción silenciosa. Dicen que su aguardiente no emborracha: alivia.

Los despechados lo llaman “cura sin sotana”, porque no impone penitencias. Solo escucha, seca lágrimas con servilletas de papel y cambia canciones alegres por tangos tristes sin que nadie lo pida. A veces, cuando el dolor es muy profundo, simplemente sirve un trago doble y se sienta al otro lado del mostrador, como diciendo: “No estás solo, compadre”.

A los bebedores sin un peso les da lo justo, aunque él se quede con menos. Hay quienes pagan con un poema, con una historia o con un abrazo tembloroso al cerrar la noche. Y hay borrachos que dejan su cédula, el reloj o una foto vieja de su ex como prenda de lo poco que les queda. Agustín las guarda en una caja de madera detrás del bar, que podría ser como un cofre de las promesas pendientes, esperando que los dueños regresen a pagar y a volver a quedar debiendo.

Pero no es un mártir. También ríe, baila, coquetea con las clientas más antiguas y algunas veces canta tangos desafinados cuando la madrugada se pone dulce. Su bar no tiene cámaras ni vigilantes: solo la ley sagrada del respeto y la nostalgia. El no necesita reloj, porque conoce el ritmo del alma humana. Sabe que el amor llega cuando nadie lo espera y que la tristeza se sienta sin pedir permiso. Y a todos, absolutamente a todos, les tiene un lugar y un trago.

Porque más que un cantinero, Agustín es un alquimista de afectos. Un romántico del dolor ajeno. Un testigo mudo de las vidas que se deshacen entre copa y copa… y que, gracias a él, encuentran —aunque sea por una noche— un refugio para seguir respirando.

Por eso se eligió al Sotareño y a Agustín Sarria como escenario de una tertulia íntima y memorable entre dos poetas: Felipe García Quintero y César Samboní, para hablar del tango, de los bares, de la música, del licor, del despecho y de la poesía contenida en cada canción que sirvió de fondo para profundizar en la palabra.

La velada comenzó con un silencio musical: un tango viejo sonaba desde el tornamesa que Agustín conserva como reliquia sagrada.

Luego al mejor estilo de los antiguos juglares y en medio de los poetas que alucinados lo miraban, Agustín hizo estremecer a los asistentes con un par de poemas gauchos que declamó con la serena autoridad que le han dado los años detrás del mostrador y delante de los miles de acetatos y cds que son un patrimonio musical de Popayán. “Esto que escuchan es cinco Toritos Negros” dijo mientras la música milonguera se enseñoreaba en el bar y todos entendimos que el tango no se canta con la voz, sino con las entrañas. Después escuchamos el relato de Sergio Stepansky del álbum Claveles Rojos, El romance del acabose, El beso que yo te di, del álbum Poemas de siempre, El duelo en el mayoral, y Por qué no tomo más del indio Duarte, declamados por el legendario boyacense El Indio Rómulo.

Seguidamente César Samboní, trajo al recuerdo de los jóvenes y de los añosos que asistimos. quienes expectantes consumíamos algo en medio de un silencio respetuoso, un recorrido poético sobre la historia del tango, donde mezcló en su consola de poeta, recuerdos de Daniel Santos, de Gustavo Adolfo Becquer, José Luis Borges, Salomé, Gabriel García Márquez, Rubén Blades, Luis Buñuel, Salvador Dalí y Federico García Lorca rematando con esta joya “Para infortunio de Borges y el tango de hace un siglo, hoy en día, las afrentas del amor se curan con psicólogos, con infusiones de Valeriana, con tomas de Yagé y otros métodos terapéuticos. Pocos consideran la idea de batirse en duelo con el que toma a nuestra hembra y abatirlo con la hoja acerada del puñal. O quién sabe, al fin y al cabo, la fascinación por el la muerte y el bello sexo, nos acompaña desde la espesura de los tiempos”.

César remató su primera intervención como el matador de toros que ve la espada desaparecer entre las paletas delanteras del miura y la tribuna eufórica le dio rabo y orejas en medio de un aplauso atronador.

Luego intervino Felipe García Quintero, uno de los poetas más importantes de la literatura latinoamericana por estas calendas y con su voz parsimonia y descriptiva, propia de su esencia, también nos deleitó hablando del Sotareño como una memoria viva del viejo Popayán y nos recordó como las tabernas no son simples lugares, sino que son umbrales donde la vida se convierte en relato, donde lo cotidiano se transfigura en mito.

“El Sotareño, fundado hace más de seis décadas en una esquina de la vieja Popayán, es uno de esos espacios fabulosos, un lugar antropológico, diría Marc Augé, donde se tejen las historias personales que dan forma a nuestra memoria colectiva. Sus puertas no solo abren paso a los sedientos de diálogo, música o soledad, sino a los conversadores que traman la ciudad y la cuentan porque comparten sus propias historias y también las ajenas”.

Según Felipe, las paredes de El Sotareño, las del viejo local y las del amplio local de ahora, curtidas por más de 60 años de risas, silencios y canciones, son un coro, a modo de tapiz sonoro, donde cada voz y mirada cuentan una historia. Desde una mirada antropológica, este bar es un lugar de permanencia cultural, un refugio donde lo humano se aferra a su corporeidad frente a un mundo que se transforma en lo virtual.

Fue una disertación amorosa y nostálgica que se coló por los vericuetos de la memoria de quienes entendemos lo que representa El Sotareño. Carlos Arturo Tovar Paz, miembro de la Tertulia Payanesa, setentón y habitual visitante del Sotareño, luego de las intervenciones de los poetas y de Agustín apenas dijo en un susurro, mientras escanciaba su cerveza fría: “El tango es un poema triste que se baila, como escribió Discepolín”. Edgar Alberto Caicedo asintió y agregó: “Y se escribe como si uno tuviera la garganta rota y un navajazo en el alma”, mientras Hilda Pardo y Dolly Piedad Zúñiga apenas suspiraron, tal vez evocando una noche traviesa cerca de “Agucho” como le dicen en confianza a Agustín.

Después de las intervenciones de los poetas en el acto formal, la conversación fluyó como vino en copa de vidrio grueso. Hablamos de Carlos Gardel y su sombra eterna, del tango orillero y del tango lunfardo, de las mujeres fatales que se fueron y de los hombres que se quedaron esperándolas en la barra. Pero también hablamos del bar como trinchera, como confesor silencioso.

“Un bar es como un poema: cada uno entra con su verso suelto y sale hecho canción o silencio”, dijo una dama de botas altas y falda larga, mientras su compañera de barra la miraba con complicidad. “Y si no hay traguito, no hay revelación”, agregó Agustín con una carcajada.

Algunos se fueron, otros se quedaron, pero el tango se mantuvo gravitando en las conversas y los brindis. Cuando el reloj marcó las diez, los vasos ya eran testigos de una verdad compartida: el despecho no se cura, solo se transforma en arte. “Por eso el tango es tan necesario”, dijo Agustín mientras ponía Sur de Aníbal Troilo. “Porque te permite llorar sin llorar”.

La tertulia se convirtió en ritual. Afuera, la noche seguía su curso sobre los tejados coloniales de Popayán, pero adentro, en El Sotareño, se tejía una trama de palabras, música y memorias, donde todos fuimos cómplices de algunas confesiones que solo se dan entre la música, el alcohol y la nostalgia.

Cerca de la medianoche, cuando una botella de vino ya estaba vacía y la otra ya iba en la mitad, y los versos flotaban en el ambiente como mariposas ebrias, Agustín sirvió una última ronda. “El bar es un templo del alma quebrada”, concluyó. “Y el tango, su misa”. Afuera, el silencio. Adentro, una canción. Y como dice el viejo tango: “que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé… en el quinientos seis y en el dos mil también”.

Pero en noches como esta, todo se perdona. Porque mientras existan bares como El Sotareño, poetas como Felipe y César, y corazones dispuestos a escuchar un tango, la tristeza seguirá teniendo un lugar donde sentarse y brindar por su propia historia.

ARTICULOS RELACIONADOS

NOTICIAS RECIENTES

spot_img