
Hoy conversamos con la pianista, escritora y artista que entiende cómo las batallas que le ha ganado al miedo, son los pilares de su pensamiento y su forma de vida en que, la música, la literatura y las emociones, son y serán su eterna compañía.
Por Antonio María Alarcón Reyna
Su padre fue Jorge Enrique Mosso, nacido en Tunja, Boyacá. Militar, miembro activo de la Defensa Civil y hombre de causas firmes. Tenía un alma inquieta y valiente, siempre en movimiento, con un liderazgo natural que se percibía incluso en los gestos más simples: la forma de caminar, de mirar, de dar una orden con calma, pero con firmeza. Era de esos que saben que han venido al mundo para proteger, orientar y dejar huella.
Uno de mis recuerdos más claros es aprender a caminar con él en el campo, en la montaña. Me enseñó a colocar los pies con cuidado, a buscar dónde pisar para no caerme, y entendí que esa lección iba más allá del momento: era aprender a encontrar la solidez, a sostenerme incluso en terrenos difíciles.
Su curiosidad era insaciable y su alma, incapaz de quedarse quieta. Le bastaban sus pies, una olla con arroz, unos huevos duros y el camino por delante para ponerse en marcha, aunque el destino fuera apenas el siguiente pueblo. En esas travesías sencillas había algo de aventura y algo de enseñanza: que no hace falta ir lejos para sentir el mundo grande, basta con caminarlo.
Lo recuerdo como una montaña: firme, protectora, imposible de olvidar. No necesitaba levantar la voz para que su presencia llenara el espacio; bastaba con que estuviera ahí para sentir seguridad. En su manera de vivir me enseñó que la fuerza no siempre se grita, que el valor se demuestra en el hacer y que la palabra dada es un compromiso sagrado.
Él fue, sin duda, el corazón de muchas de mis raíces. Gran parte de lo que me sostiene hoy se nutre de ese ejemplo silencioso pero poderoso que dejó en mí

La madre de Mónica es doña Cecilia Urrea, nacida en Popayán. Mujer patoja de esencia fuerte y dulzura innata. Tiene un carácter firme, de esos que no necesitan alzar la voz para hacerse notar. Su presencia es abrigo: una mezcla de sabiduría práctica y ternura discreta.
Uno de los recuerdos más vivos que tengo de ella es su manera de acompañar: sin invadir, pero siempre estando. Su amor se expresa en actos sencillos y constantes: un almuerzo listo en el momento preciso, una mirada que entiende sin que haya que explicarle nada, la certeza de que, pase lo que pase, ella está ahí.
Su presencia, como parte de lo que me configura en lo femenino, ha sido un espejo fundamental para mi vida. Me enseñó que cuidar no siempre es grandilocuente; a veces es un gesto pequeño.
Tengo una hermana, Alexa Mosso, es mi hermana menor y una artista plástica con una sensibilidad profunda. Graduada de la Universidad del Cauca, actualmente es docente en el municipio de Piamonte. Me conmueve profundamente su vocación: eligió enseñar, sembrar en otros lo que ama. Su compromiso con el arte y la educación es una de las cosas que más admiro de ella.

Compartimos más que la sangre: una forma de mirar el mundo, aunque desde lenguajes distintos. En ella veo una luz distinta, como un espejo que me devuelve otras formas de ser, de sentir, de crear
De sus estudios recuerda: Mi infancia empezó en el corazón frío y amable de Tunja, Boyacá, donde hice mi primaria en el Colegio Tren de la Alegría —un nombre que, aunque parecía inventado para una novela infantil, fue real y formó mis primeros años. Tunja es una ciudad pequeña, entre montañas, y aunque hoy la siento lejana, guardo de ella una memoria tranquila, como una fotografía desenfocada pero cálida.
El cambio de ciudad marcó un antes y un después. Llegar a Popayán fue como abrir una ventana a otro mundo: el colegio Cristo Rey, de los salesianos, me recibió con su ritmo propio, con nuevos rostros y desafíos que me formaron con más carácter. Fue una transición difícil, pero mayoritariamente interesante. La música empezó a tomar más fuerza en mí, dese el momento que llegue a Popayán.
La universidad ha sido, sin duda, el escenario más continuo y profundo de mi vida. Desde que ingresé al Conservatorio de Música de la Universidad del Cauca, no me he detenido. En esta ciudad blanca, donde la lluvia y la poesía parecen una sola cosa para mi, he vivido años de estudio, búsquedas, conciertos, dudas, certezas… y sobre todo, pasión. Popayán ha sido mi casa y mi escuela.

Niñez
Mi niñez fue silenciosa pero intensa. Leía sin pausa: los libros eran mis compañeros, mis cómplices, mis mapas… a veces, mis únicos amigos. Cada historia era una puerta, y yo la cruzaba sin dudar. Recorría sin tregua los estantes de la biblioteca del Banco de la República en busca de nuevos títulos y mundos por explorar: desde conspiraciones hasta historia, pasando por magia, geografía y cualquier tema que despertara mi curiosidad. No había límites; todo lo que se me ocurriera podía convertirse en el inicio de algo nuevo
En el colegio, no paraba de atraer problemas. No tenía amigas cercanas al principio, pero sí un grupo de compañeras que, de alguna forma, parecían sentirse atraídas por lo que veían en mí. Digamos que, en un colegio religioso un grupo de niñas quiso aprender latín, terminé liderando —sin proponérmelo— un grupo de estudio que, con el tiempo, adquirió tintes casi subversivos.
Al mismo tiempo, el piano comenzó a ocupar gran parte de mis días. Estudiar música no era solo una rutina: era un llamado. No recuerdo jugar como otros niños, pero sí pasar horas ensayando, releyendo el mismo párrafo, repitiendo una escala o inventando historias con personajes salidos de mi imaginación.

Mi recorrido artístico empezó tan temprano como la memoria misma. En el jardín, mi colegio tenía un fuerte énfasis musical: desde pequeña formé parte de la tuna, tocaba guitarra y cantaba con muchísima felicidad. La música siempre ha sido parte de mi vida gracias a mi papá quien tuvo la idea de que siempre estuviera en cursos de música a donde fuéramos.
Decidí dedicarme profesionalmente el día en que me descubrí, después de clases en la Facultad de Salud, caminando hacia el Conservatorio a seguir estudiando piano, como si algo en mí no supiera hacer otra cosa. Lo entendí con una claridad qué para el momento fue un poco conflictiva: no tenía mucho sentido tratar de seguir otro camino. La música no era una opción, era mi casa.

Desde entonces, la disciplina se convirtió en parte de mi identidad: estudiar sábados, domingos y festivos, a cualquier hora del día, se volvió natural. Ese esfuerzo constante me llevó a ganar becas tanto en el pregrado como en la maestría, y a mantenerme siempre buscando la excelencia… esa que es tan esquiva para el intérprete musical, porque la perfección, en la música, no es un punto fijo, sino un horizonte. un instante que se escapa y que, sin embargo, lo justifica todo.

Y en medio de esa búsqueda, siempre estuvo la escritura: a veces como cuaderno de bitácora, a veces como refugio. Escribir me permitió traducir mi mundo interior y lo que por momentos no se deja decir en voz alta. Entre partituras y páginas, he aprendido que, tanto en el piano como en la hoja en blanco, lo que vale la pena es ese instante en que algo suena —o se lee— como quisiera ser sentido y expresado.
La decisión de mi camino de vida fue mía, aunque decirlo así no le hace justicia. Fue más bien mi imposibilidad de alejarme de la música, mi necesidad de seguirla tocando, escuchando, pensando. No hubo una voz externa que me empujara, fui yo misma enfrentándome a mi verdad más íntima. La música me habitaba, me pedía quedarse, y yo no supe decirle que no.



Cada logro como artista, ha sido una pequeña batalla ganada al miedo, a las expectativas. Participar en encuentros internacionales, y concursos de piano me mostró, con emoción y vértigo, de qué estaba hecha, he tenido la fortuna de recorrer muchos países gracias al piano, por ejemplo Costa Rica, Panamá, Perú, Estados unidos, Cuba entre otros. Soy muy competitiva, pero también muy sensible, y enfrentarme a escenarios extranjeros me dio una visión más clara de mis posibilidades.
Uno de los momentos más significativos fue haber sido aceptada en programas de maestría y doctorado en distintas universidades del exterior, este último año. También recibí una mención de honor por mi trabajo de grado, que incluyó una de las primeras grabaciones en Colombia de una obra del compositor estadounidense John Cage. Esa experiencia me permitió explorar nuevas estéticas y romper con los límites tradicionales del repertorio.

Recibí una mención de honor que guardo con mucho cariño. Pero más allá del reconocimiento en papel, lo que más atesoro fue la experiencia artística que lo motivó: grabar por primera vez en Colombia una obra de John Cage. Esa aventura me empujó a asumir riesgos musicales y conceptuales, a pensar el sonido desde el silencio, desde la estructura abierta, desde el gesto que no siempre busca belleza sino sensaciones y emociones.
En mi proyección personal y profesional, quiero seguir aprendiendo todo lo que pueda, mientras el cuerpo y la curiosidad me lo permitan. Deseo una vida artística activa, llena de escenarios, partituras y viajes. Quiero recorrer el mundo y encontrar en cada lugar una versión nueva de mí misma, siempre a través de la música y el amor.
Cultivar mi sentido de la curiosidad, en la música y en la vida, seguir sintiendo, experimentando y explorando. Mantenerme activa tanto como intérprete solista como miembro de equipos artísticos, música de cámara y con especial dedicación a la música vocal, ese universo escénico donde orquesta y voces se entrelazan para contar la vida misma: la pasión, el amor, los conflictos y esa forma de sentir que solo la ópera puede desbordar.
Quiero estar en escenarios cada vez más importantes, asumiendo proyectos que me reten y me enriquezcan.
Al mismo tiempo, fortalecer mi vocación de enseñanza: aprender más para enseñar mejor, tocando vidas a través de la formación de mis estudiantes. Creo que la docencia es también un arte, una forma de dejar huellas invisibles que siguen resonando mucho después de que termina la clase.
En suma, deseo vivir como si cada día fuera un ensayo general para una obra que no se estrena nunca… pero que siempre se siente urgente.
Ella es Mónica, una mujer profundamente sensible, inteligente y coherente con su manera de ver y de vivir su cotidianidad, acompañada siempre de los compases musicales y arropada con las metáforas que escudriña con sus ojos abiertos a la sorpresa.