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Cocinar con coca: una cucharada de dignidad

Durante décadas, la hoja de coca ha ocupado un lugar incómodo en el relato nacional: ha sido señalada, temida, reducida a conflicto.

Por: Enrique González Ayerbe – Corporación Gastronómica de Popayán

En el imaginario colectivo, la coca dejó de ser planta para convertirse en problema. Pero en el campo colombiano —donde crece, se cuida y se transforma con manos campesinas— la historia ha sido otra. Allí, la coca sigue siendo alimento, medicina, abono, ritual y —cada vez más— símbolo de posibilidad.

Desde la Corporación Gastronómica de Popayán llegamos a este tema no desde el activismo ni desde los estudios académicos, sino desde la cocina. En 2019, formulamos una pregunta sencilla, pero profundamente disruptiva: ¿qué pasaría si empezáramos a cocinar con coca? ¿Si la harina de coca se integrara, sin pedir permiso, al universo de sabores de nuestra cocina tradicional y contemporánea?

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Así nació el Reto Coca: una provocación culinaria que ha crecido hasta convertirse en una causa compartida. Lo que comenzó como una inquietud puntual se volvió punto de encuentro entre cocineras tradicionales, campesinos, investigadores, artistas, estudiantes y comunidades que, como la de Lerma (en el municipio de Bolívar, Cauca), han asumido con dignidad la tarea de resignificar el lugar que la hoja de coca ocupa en nuestra cultura.

En la primera versión del Reto Coca, chefs reconocidos, portadoras de tradición, estudiantes de gastronomía, Influenciadores y periodistas, se reunieron para experimentar con recetas que incorporaban harina de coca. Surgieron platos dulces y salados, bebidas, panes, arepas, mermeladas, bizcochos, cocteles. Pero lo más importante no fue la creatividad culinaria, sino el proceso que se abrió en torno a ella: la conversación que inicia cuando alguien pregunta “¿esto tiene coca?”, el gesto de quien prueba con recelo y termina sorprendido, la cocinera que recuerda cómo su abuela la usaba para el dolor de estómago o de muela, el chef que descubre su valor nutricional, el artista que emplata aprovechando su color verde esmeralda.

Con el tiempo, el Reto Coca se consolidó como una estrategia pedagógica y cultural para hablar de la hoja desde otro lugar: el del saber, el sabor y la creación. Cada edición ha servido como plataforma para compartir conocimientos, reflexionar sobre el origen de los ingredientes, cuestionar los estigmas y explorar usos legales, sostenibles y respetuosos de la coca en la cocina colombiana.

El camino no ha sido fácil. Desde el inicio supimos que resignificar no es romantizar, ni borrar los conflictos asociados a la hoja, sino reconocer su complejidad y construir alternativas dignas. Y entendimos también que no bastaba con cocinar desde la ciudad: era necesario ir al territorio, conocer a quienes la cultivan, escuchar sus historias, compartir su alimento.

Fue así como llegamos a Lerma, una comunidad enclavada en la geografía empinada del sur del Cauca, donde la esperanza se cultiva a pulso. Allí no solo encontramos cultivadores de coca: encontramos guardianes de una memoria viva, hombres y mujeres que entienden la planta como parte del entorno natural, del sistema alimentario local, de las estrategias de cuidado del cuerpo y del alma.

En Lerma, el vínculo entre la tierra, la hoja y la comunidad es profundo. No llegamos a enseñar nada; llegamos a aprenderlo todo: desde cómo se seleccionan las hojas para hacer harina hasta cómo se resiste el estigma con dignidad. A partir de ese encuentro, comprendimos que cocinar con coca no era solo una exploración culinaria, sino una tarea ética y política. Una forma de mirar al campesino cocalero a los ojos y reconocerlo como actor legítimo en la construcción de paz.

Ese espíritu de respeto y escucha fue el que dio origen a la Alianza Coca para la Paz: una articulación entre la Corporación Gastronómica de Popayán y el SENA, con el apoyo de Open Society Foundations. No se trata de una estructura rígida, sino de una red viva de colaboración entre instituciones, cocineras, líderes sociales, investigadores y organizaciones comunitarias. Nuestro enfoque ha sido claro: apoyar la desestigmatización, reconocer el valor cultural y alimentario de la hoja, promover su uso gastronómico y acompañar a quienes la cultivan.

En 2021, dimos un paso audaz al declarar a la hoja de coca como producto invitado de honor en el Congreso Gastronómico de Popayán. Fue una decisión valiente. Dentro de la Corporación hubo dudas comprensibles. También en la ciudadanía. No faltaron los prejuicios convertidos en chistes, ni las reservas expresadas en voz baja. Pero el Congreso se abrió con rigor, respeto y creatividad. La coca estuvo presente en conferencias, talleres de cocina, exposiciones y muestras gastronómicas. No se habló de ella como amenaza, sino como camino. No como problema, sino como posibilidad.

El impacto fue evidente: lo simbólico se volvió político. Lo político, pedagógico. Y la cocina, una vez más, demostró ser un lenguaje capaz de tender puentes entre mundos que rara vez se escuchan.

En 2025, dimos otro salto inesperado. Cerca de un centenar de embajadores y representantes del cuerpo diplomático acreditado en Colombia, junto con funcionarios de organismos internacionales, aceptaron nuestra invitación a una cena a cuatro tiempos construida en torno a la hoja de coca. Lo hicieron con curiosidad, con respeto y con una disposición admirable para derribar prejuicios. Aquella noche no asistieron a una clase ni a una cata: asistieron a un acto simbólico de reconciliación con un conocimiento ancestral. Probaron amasijos, ceviches, vinagretas, bebidas, tamales y postres elaborados con harina de coca. Y en la conversación surgieron palabras como soberanía, biodiversidad, patrimonio, resignificación, paz.

Ese día comprendimos que la transformación que hemos vivido no es solo local: es también una conversación pendiente entre América Latina y el mundo. Una conversación que empieza por el respeto a las comunidades cultivadoras y se amplifica en la mesa, en la palabra y en la escucha.

Hoy, la hoja de coca está presente en las cartas de muchos restaurantes del país, ya no como curiosidad exótica, sino como ingrediente con identidad. La conversación que antes parecía imposible hoy se da con naturalidad entre cocineros, campesinos, académicos, comensales y tomadores de decisiones. Lo alcanzado hasta ahora —decenas de talleres, más de un centenar de recetas documentadas, múltiples publicaciones y eventos— demuestra que la gastronomía puede ser un camino legítimo, sensible y poderoso hacia la paz.

Pero la tarea no se agota aquí. Si queremos resignificar verdaderamente la hoja de coca, necesitamos sumar más voces. Este es un llamado a los propietarios de restaurantes, a las escuelas de cocina, a los congresistas, a las plazas de mercado, a la iglesia, a los miembros de la fuerza pública y a todos los que toman decisiones sobre el campo colombiano: sentémonos a la misma mesa. Escuchemos, aprendamos, cocinemos juntos. La transformación que buscamos no está en una receta, sino en el acto profundo de reconocernos.

Porque si la hoja de coca ha hecho parte de nuestra historia, también debe tener un lugar en nuestro futuro. Y qué mejor lugar para empezar que la cocina.

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