Separar al antropólogo Carlos Illera de la cocina es como quitarle la voz a sus recuerdos, porque estos bullen por contar esa tradición que desde hace años se dedica a investigar: la gastronomía en el departamento del Cauca, para visibilizar su riqueza y diversidad.

Carlos Illera leyendo un fragmento de su libro “Cocinas Parentales de Popayán”. Foto: Juliana Cerón.
Escrito por: Juliana Cerón.
julianaceron@unicauca.edu.co – *Especial Co.marca/Alianza El Liberal
Sabores
La lluvia arremete contra el asfalto, los huecos de las calles y las caras malhumoradas de las personas que corren para refugiarse debajo de las casonas coloniales del centro histórico de Popayán. Son las 12:00 p. m. y no hay ni un alma acechando las afueras de la Casa de la Cultura. En la entrada del recinto la música cobra vida. Un cuarteto, valiéndose de charrascas, guitarras y tambores, entona un estribillo de carranga.
—Caucanita, eres muy bella, caprichosa, enamorada. Florecita macizeña, eres tú mi linda amada.
El mediodía gris se va borrando poco a poco. Un olor tenue, sutil, a comida recién preparada, se apodera del primer patio donde se exponen artesanías. Ruge el estómago y se despiertan los sentidos. Entonces, basta dar unos cuantos pasos más para entrar a una plaza amplia, donde la protagonista es una cocina a la vista de todos. Es pequeña, está en una esquina en forma de L y la acompaña un espejo en el techo donde se refleja los platos del día: tripazo, lengua, chuleta de cerdo y sobrebarriga. Ahí, cada viernes, diferentes cocineras de la ciudad preparan sus platillos y los venden a los comensales que llegan a la Casa de la Cultura.
—¿Qué va a pedir mijita? —me pregunta Carlos Illera, quien se acerca a la cocina y saluda a las cocineras tradicionales con un abrazo.
Nos dirigimos a un comedor con mantel azul y en pocos minutos el almuerzo es servido en platos cuyos bordes están pintados de flores, algunos se encuentran ‘chiltados’, como se les suele decir a los objetos por el desgaste del tiempo que no espera. Illera los ve, sonríe y recuerda aquellos utensilios como objetos querientes de su niñez, que lo trasladan a un día pasado en el que su madre le servía el desayuno al pie del fogón.
Al lado del comedor, en un mueble de madera, reposan diferentes libros de cocina. Llama la atención uno en especial. Es pequeño, de color café, lleva dibujado en su portada la silueta de una olla por donde emerge un espiral que semeja el humo y el aroma de un ‘preparao’, que es como se le dice coloquialmente a una comida.
—Yo hice el prólogo del libro que usted está viendo —me dice, mientras poco a poco llegan algunas personas que lo reconocen, lo saludan y le preguntan el secreto de alguna receta suya.
Su voz resuena fuerte. Viste un chaleco azul, una camisa blanca manga larga, unos zapatos negros que contrastan con el color de sus gafas y en su hombro derecho lleva terciada una mochila café. La cita la concertamos días antes para almorzar y conversar acerca de cocinas tradicionales, tema en el que Carlos Humberto Illera Montoya ha dedicado más de 20 años a investigar.
—Nosotros no podemos hablar de la cocina colombiana, sino de ‘las cocinas colombianas’ —menciona, marcando fuertemente las palabras.
Los dos observamos a las cocineras con sus cucharones de aluminio servir con destreza aquellas preparaciones. Lucen tranquilas a pesar de lo demandante de su trabajo. Una de ellas se acerca con dos platos grandes de color blanco y los deja en la mesa: es lengua bien sazonada, acompañada de arroz y fríjoles.
—A mí me interesan fundamentalmente las cocinas de Popayán, porque todas las cocinas tradicionales del Cauca llegan a esta ciudad. ¿Y por qué llegan? Porque son traídas por estudiantes de muchas partes: de la Costa Pacífica, del norte del Cauca, del Valle, del Putumayo, de Nariño, del Macizo Colombiano, etc.
Carlos Illera nunca ha sido ajeno a la realidad que explica. Aunque es del Quindío, se crió y vivió su niñez y juventud en Buga y Restrepo, municipios del Valle del Cauca. Lugares que, como él afirma, son netamente paisas, es decir, fundados por antioqueños o caldenses. Su madre, Ana Lith Montoya, le inculcó el amor por la cocina, siendo ella una cocinera tradicional. Por eso, desde los 6 años de edad, aprendió a pelar papas. Estuvo ligado a un delantal, a unas cucharas de palo, a un fogón, al cariño y amor que se transmite a los otros cuando se cocina y se comparte.
—Mi mamá siempre nos decía a mis hermanos y a mí: ustedes tienen que pensar algo, ustedes son muy feos. Si quieren conquistar a alguien el día de mañana, aprendan a cocinar, que a una mujer se le conquista por el estómago más que por cualquier otra parte.
El amor, aquel sentimiento indescriptible de devoción por el otro, es lo que muchos denominan el “toque secreto de la cocina”. Hay que cocinar con amor para que algo tenga vida y esencia. Para Illera es así, cuando está en una cocina, su objetivo es siempre el mismo: entregar su ser y estar en tranquilidad con sus pensamientos e ideas para manifestar esos sentimientos en la comida.
Illera, de tanto en cuando, se dirige hacia su asistente Jasmín Escobar, la cual ha llegado minutos después de empezar el almuerzo. El cabello de ella es negro y su tono para hablar se destaca por ser sutil y delicado.
—Mija, si no quiere comer cebolla, me la guarda —dice Illera, y posteriormente procede a quitar la cebolla del plato de Jasmín. Ella ríe. Sin embargo, se rompe el momento cuando de forma imprevista, él coloca su mano en el pecho agitado.
Jasmín, preocupada, toma con su mano una botella de agua que se encuentra a su lado.
—¿Se ha estado tomando los medicamentos? —menciona, mientras él le pide una pastilla y ella se la da.
—Mija, un día de estos, me voy a morir a su lado solo por amargarle el día —dice Illera en tono burlesco y Jasmín niega con la cabeza, mientras se dibuja en sus comisuras una risa divertida.
Congreso Gastronómico

Desde el 2003, la Corporación Gastronómica de Popayán organiza el Congreso Gastronómico. Es un espacio para la promoción de la riqueza culinaria, no solo de la ciudad de Popayán, sino del Cauca. En el año 2005 se designó a Popayán como la primera ciudad de la gastronomía dentro de la Red de Ciudades Creativas de la Unesco. Carlos Illera Montoya ha estado involucrado en la organización del Congreso desde sus inicios y ha estado en contacto con las cocineras tradicionales, que con tesón dejan su sazón impregnada en cada plato.
Hablar de Popayán y su gastronomía es también evocar a las mujeres: sus rostros, sus manos, sus marcas y pasados, lo ancestral de sus recuerdos y su esfuerzo continuo por conservar las recetas, como la carantanta, los tamales de pipián o el mecatico tradicional.
—Las mujeres han jugado un papel importante en la cocina tradicional, no solamente en mi vida, sino en la vida de todas las personas. Las madres, las abuelas, las tías son personas valiosísimas, ya que normalmente son ellas las que han tenido el encargo o la tarea de cocinar para la familia desde siempre. Y aquí en Popayán, un gran referente es Armenta —pronuncia Illera.
Miriam Armenta Valencia es una cocinera que ha tenido gran relevancia en la ciudad de Popayán. “La cocina de Armenta”, es el nombre de su restaurante, ubicado en la carrera octava, en el centro. Es un sitio donde se respira tradición. Dentro del lugar las paredes están adornadas de canastillas de junco y cucharas de palo. En los pasillos destacan plantas y las mesas de madera las ocupan comensales que conversan tranquilamente.
Una mujer de cabello corto con pequeños destellos de un tinte rojizo, se sienta a mi lado. Su piel es trigueña y cuando sonríe, sus ojos cafés se achinan hasta casi desaparecer: Ella es Armenta. Lleva puesta una chaqueta que contrasta con el tono morado carmesí de su labial y carga una mochila café.
—Yo soy de Mercaderes. Llegué a Popayán hace 20 años por una situación muy dura de desplazamiento. En esa época fundé el restaurante sorteando dificultades económicas, pero no paré. La cocina me abrió las puertas, es parte de mi mundo, y yo siempre digo: desde que se cocine con amor, cualquier cosa sale bien— Armenta habla rápido, en un tono seguro, afirmando y pescando fácilmente las palabras en el aire.
Ella se presentó en el primer Congreso Gastronómico con el plato ‘Frito mercadereño’, y fue ahí donde conoció a Carlos Illera.
—Presenté mi propuesta al profesor Carlos Illera y recuerdo que él se me acercó con su seriedad, y me dijo que ya habían muchos platos como el mío en el Congreso. Entonces yo le contesté: pero es que el mío es diferente. Y le cuento que el frito que propuse fue un éxito y se agotó rápidamente.
A partir de ahí comenzó la amistad, la camaradería y la confianza entre Armenta e Illera.
Carlos Illera desde hace 20 años ha escrito 13 libros de las cocinas tradicionales en Popayán desde una mirada etnográfica. Entre ellos se destacan “Cocinas parentales de Popayán” y “Las cocinas escondidas de la ciudad blanca: una guía de las cocinas casi secretas de Popayán”, en los cuales se abordan los platos más característicos de la gastronomía payanesa.
—Así como hay personas que lo quieren y lo aprecian, hay detractores del trabajo de Illera, que dicen que él se aprovecha de los conocimientos de las cocineras tradicionales. A mí me parece que los saberes están puestos para compartirlos, y me parece que es algo que alguien tiene que hacer: difundir el legado de las cocineras tradicionales —dice Silvana Bolaños Torres, Comunicadora Social.
Hogar
Las paredes blancas del apartamento de Carlos Illera están cubiertas de estantes donde hay una gran colección de objetos de la marca Coca Cola. Si el ambiente tuviera un color, sería rojizo. Y hay otra pizca de color que se filtra en el espacio: azul, es el cielo que se logra ver a través de dos ventanas. Carlos Illera está sentado al frente de una de ellas y observa su celular. Sus arrugas se pronuncian en su rostro cuando habla con firmeza. De fondo, suena una canción de Antonio Aguilar.
—Es la música que me ha acompañado desde siempre, con la que me crié.
A Carlos Illera le gusta escuchar rancheras, música de despecho, traición. Música cantinera sobre la que trata su libro “Clavelitos con amor. La música cantinera: cultura y estética popular”, un trabajo que fue su punto de partida para dedicarse de lleno a la etnografía.
Se para de su asiento de manera repentina y camina apresuradamente para traer un libro y mostrarlo. El libro es “La alegría de vivir”, una cartilla de su infancia con la que se internó en el mundo de la lectura.
—Mi madre era una lectora consumada. Ella leía revistas, después de sus faenas en el restaurante “El embajador” que tenía en Buga. Yo le pedía que me leyera en voz alta y ella lo hacía siempre.
Illera recuerda a su madre como una mujer avanzada en su época, que constantemente reivindicaba el derecho a la mujer de pensar, de ser por encima de todo. También la recuerda en la comida. Desde su muerte, él nunca volvió a sentir la sazón de sus platos en ninguna preparación, y recuerda cómo las cenizas de su madre se esparcieron en un río de Buga, convencida de que no había mejor lugar para reposar que aquel que había sido testigo de sus paseos de olla, donde preparaba su famoso sancocho.
Carlos Illera vive solo. La multitud de libros que colecciona han sido siempre sus compañeros fieles. Lee a modo de cocina, suele decir, porque siempre busca la historia de la comida a través de la literatura.
—Él siempre me decía: tienes que prepararte si quieres hablar de algún tema. Si lo desconoces, no lo digas y pregunta —menciona Luis Méndez, profesional en turismo, quien fue asistente de Carlos Illera y trabajó junto a él en un proyecto sobre turismo culinario y turismo gastronómico.
Estos dos términos parecieran significar lo mismo, pero Luis Méndez los diferencia. Rescata la importancia del turismo culinario, que es aquel que se arraiga a las raíces, al proceso en el que un alimento se cultiva y se da la vivencia experiencial que es que llegue hasta la mesa, y en donde el objetivo es que el alimento conecte con el visitante, algo que vaya más allá de un simple probar.
—Las cosas se transforman con el tiempo y nosotros tenemos que adaptarnos, no podemos luchar contra la corriente —dice Carlos Illera mientras observa el reloj de la pared. Son las 6:00 p. m.
—La cocina tradicional debe perdurar en la sazón, en el uso de las hierbas condimentarias, por ejemplo, no usando hierbas deshidratadas, procesadas, sino cultivadas preferiblemente en casa. Pero no hay que negarnos tampoco a las transformaciones tecnológicas que se están dando dentro de la cocina —gesticula a la vez que deja de hojear el libro y lo coloca en un estante.
Caminamos en aquel momento hasta su estudio, un cuarto pequeño, un sitio en el que no hay espacio para más libros, porque ellos inundan el aire. Illera habla con entusiasmo de Tomás Carrasquilla, quien es su escritor favorito.
Sobre un asiento hay una cámara fotográfica. Illera es un viajero que gusta retratar la vida y los momentos. No solo dicta clases de ‘antropología de la alimentación’ en la Universidad del Cauca, sino que trabaja en proyectos externos. El más reciente fue la serie documental “Fogón, pasión y sabor”, en la que fue protagonista y a través del cual se mostró la identidad culinaria de tres municipios del Cauca.
De pronto toma con agilidad su libro “Cocinas parentales”. Lo abre y lo sostiene para la foto que está a punto de ser capturada. Me llama la atención la dedicatoria: “A Aura Libia: La mujer que motiva mis palabras cuando las escribo y, con paciencia, alienta mis proyectos alrededor de las cocinas tradicionales y sus protagonistas; la compañera incondicional en este tránsito permanente por los fogones de mi ciudad”.
—¿Es ella el amor de su vida? —le pregunto.
—Sí —me contesta sonriendo.
*Co.marca es el Laboratorio de Medios Periodísticos del programa de Comunicación Social de la Universidad del Cauca.