Por: Alejandro Zúñiga Bolívar
El debate sobre la erradicación de cultivos de uso ilícito en Colombia ha estado marcado por la repetición de propuestas que, si bien suenan atractivas en el papel, terminan fracasando ante la realidad del territorio. La reciente iniciativa presentada por Gloria María Miranda Epitia, Directora del Programa de Sustitución Voluntaria de Cultivos Ilícitos (PNIS), no escapa a esta lógica. Más allá de los comentarios que circularon en redes sociales sobre su apariencia, lo relevante es evaluar la viabilidad de su propuesta y reconocer que, cuando menos, peca de ingenua.
La funcionaria plantea que la erradicación de estos cultivos se lograría desestructurando la cadena económica que los sostiene, es decir, eliminando los incentivos que van desde la siembra hasta la transformación y transporte de la hoja de coca en su recorrido hacia los laboratorios clandestinos. Para ello, propone reconocer y pagar a los productores una porción del salario mínimo durante doce meses, acompañado de un programa de titulación de tierras.
El problema radica en que esta no es una estrategia nueva y, cuando se ha implementado en el pasado, ha resultado en un ciclo repetitivo de erradicación y resiembra. Colombia ya ha experimentado los efectos de pagar por la erradicación voluntaria: los campesinos han arrancado las matas de coca, han recibido los recursos prometidos y, en muchos casos, han usado ese mismo dinero para adquirir nuevas semillas y ampliar sus cultivos en zonas de difícil acceso.
El narcotráfico ha demostrado una y otra vez su capacidad de adaptación y resistencia. Mientras persistan las condiciones estructurales que hacen de los cultivos de uso ilícito una opción económica viable y rentable para miles de familias, las estrategias basadas en incentivos temporales seguirán fracasando. Es necesario abordar el problema con una visión integral que no solo contemple incentivos económicos, sino también una infraestructura sostenible que permita a los campesinos una verdadera transición hacia economías lícitas que, necesariamente, pasan por la seguridad.
Más que indignación, esta situación provoca una tristeza profunda. Año tras año, gobierno tras gobierno, se reciclan las mismas propuestas con nombres distintos, mientras las comunidades que viven en estas zonas continúan atrapadas en un círculo vicioso del que parece imposible escapar. No se puede seguir engañando a los campesinos con soluciones temporales que solo prolongan su dependencia de los cultivos ilícitos y los exponen, una vez más, a la violencia que rodea esta economía.
El país no puede permitirse otro experimento fallido, otro capítulo de desilusión para quienes buscan una salida digna a la crisis en la que están inmersos. Se requiere política de Estado, no simples programas pasajeros. Se necesita verdadera voluntad de cambio, no anuncios rimbombantes que se desmoronan al primer contacto con la realidad. De lo contrario, dentro de unos años estaremos, una vez más, lamentando los mismos errores, con las mismas tristes consecuencias para el Catatumbo y para el país entero.