Por: Alejandro Zúñiga Bolívar, El Liberal.
El reciente testimonio del exministro del Interior, Luis Fernando Velasco, ante la Sala de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia, ha dejado más preguntas que respuestas en el marco del escándalo de corrupción en la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD). Entre risas que bien podrían ser nerviosas, Velasco confesó que no le gustó Olmedo López al entrevistarlo, pero que no fue él quien lo nombró en la entidad. Aunque aparentemente busca desmarcarse de cualquier responsabilidad, sus palabras terminan señalándolo, al igual que al presidente Gustavo Petro.
¿Qué fue exactamente lo que no le gustó de Olmedo López? Si algo levantó sospechas, ¿por qué no comunicarlo al presidente? El silencio del exministro, que ahora intenta justificar, resulta profundamente inquietante. No decir nada frente a una designación tan crucial para una entidad de impacto nacional podría ser visto como una negligencia imperdonable. ¿Era acaso esta omisión una estrategia para evitar conflictos políticos, o una señal de que ya intuía el desenlace?
Velasco, en su declaración, parece apuntar a que “hacerse el loco” con las instrucciones que recibía era su manera de navegar la difícil relación con el presidente. Sin embargo, esta actitud refleja una preocupante falta de compromiso con la transparencia y la rendición de cuentas. Más aún, pone en entredicho su responsabilidad como alto funcionario de un gobierno que se comprometió a combatir la corrupción.
El testimonio no solo deja mal parado al presidente Petro, al sugerir que toma decisiones sin el respaldo de una evaluación rigurosa, sino que también expone una práctica política donde, en lugar de confrontar lo que está mal, se prefiere el silencio cómplice. En este caso, la línea entre connivencia y complicidad es peligrosamente delgada.
Es imperativo que la justicia determine, de manera pronta y clara, quiénes jugaron qué roles en este escándalo de corrupción. La confianza pública no puede seguir siendo erosionada por declaraciones que se deslizan entre risas nerviosas y evasivas ambiguas. El país merece saber si hubo funcionarios que callaron ante lo que ya intuían como irregularidades, y si esas omisiones contribuyeron a que el desastre administrativo y ético en la UNGRD se consolidara.
Luis Fernando Velasco, con su actitud, parece ejemplificar un problema más profundo en la política colombiana: la normalización de la omisión como mecanismo de supervivencia. Pero en este caso, como en tantos otros, esa omisión no puede quedar impune. La justicia debe separar a quienes miraron para otro lado de quienes activamente participaron en la corrupción. Solo así se podrá empezar a reconstruir la confianza perdida.