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La inmortalidad y la memoria

Por: Alejandro Zúñiga Bolívar, El Liberal.

Cada 9 de abril, Colombia conmemora el Día Nacional de la Memoria y Solidaridad con las Víctimas del Conflicto Armado. Lo hacemos —o deberíamos hacerlo— como un acto de reconocimiento a quienes han padecido la guerra en carne propia: a quienes han perdido hijos, padres, tierras, dignidad y sueños, y que, a pesar de todo, han resistido, reconstruido sus vidas y sembrado esperanza. Pero, cada año, este ejercicio de memoria es también una prueba para la honestidad política del país. Y casi siempre, la prueba se pierde.

Hoy se recuerda también el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, un líder que encarnó como pocos la idea de justicia social en Colombia. Su vida y su muerte marcaron una fractura en la historia nacional. Gaitán no fue solamente un orador formidable ni una figura popular: fue un hombre profundamente comprometido con la dignidad humana. Su lucha era genuina. Su discurso no nacía del cálculo sino de la convicción. Su legado, por eso, fue moral antes que político.

Sin embargo, lo que hoy queda de él en el escenario público es poco más que una disputa ruin por su sombra. Políticos de todos los colores se pelean por proclamarse sus herederos. Pero más que hacer realidad sus ideas, parecieran estar interesados en rozar algo de la inmortalidad que él alcanzó. En fundirse con su mito. En fotografiarse con su estatua. En citarlo, pero no en vivirlo.

Esa búsqueda ególatra por ocupar un lugar en los libros de historia riñe con el sentido profundo del día que hoy conmemoramos. Porque el deber de este día no es glorificar caudillos, sino honrar las pequeñas historias que componen la memoria de un país herido. Esas historias que ocurren en los márgenes, lejos de las tribunas y de los discursos. Las de quienes vivieron el horror de la guerra y aun así se levantaron. Las de las madres que convirtieron su dolor en tejido comunitario, las de los líderes sociales que construyeron paz en sus territorios, las de los campesinos que apostaron por la legalidad mientras otros elegían el fusil.

Es ahí donde reside la verdadera esperanza: en las víctimas que resistieron, en quienes decidieron no repetir la historia. Esa es la memoria que importa. Una memoria que no exige inmortalidad, sino humanidad. Una memoria que no polariza, sino que reconcilia.

Porque la memoria no puede convertirse en un instrumento de poder. No puede ser el nuevo campo de batalla de quienes necesitan un enemigo para seguir existiendo políticamente. Esa es la trampa de la polarización: convierte la historia en un arma, y a las víctimas en escudos retóricos. ¿Cuántos políticos saldrán hoy a reclamarse como herederos de Gaitán? A ellos, deberían cerrarle los micrófonos y apagar las cámaras. Hoy, nuestra atención debería estar en los actos de memoria, centrado en las pequeñas grandes historias, en esos gestos está la verdadera paz de esta sociedad.

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