Por: Alejandro Zúñiga Bolívar, El Liberal.
A estas alturas, la pregunta no es si el gobierno está en crisis. La duda razonable que persiste es si el próximo escándalo será el que nos lleve al punto de no retorno. Desde el Consejo de Ministros Televisado, que dejó expuesta la falta de cohesión en el gabinete, hasta la interminable lista de irregularidades que han salido a la luz en diferentes sectores del Estado, la crisis política ha tomado un ritmo frenético.
La más reciente revelación del ministro de Comercio, Industria y Turismo es un recordatorio de lo que hemos venido viendo en este gobierno: el descontrol y la falta de acción real frente a la corrupción. La denuncia de que entregó, desde hace ya algún tiempo, una lista de políticos que “recomendaron” personas para la DIAN —institución clave en la lucha contra el contrabando— es la pieza que faltaba en un entramado que parece diseñado para que la mafia se infiltre en el poder.
Este nuevo capítulo en el escándalo de “Papá Pitufo” promete convertirse en un macro caso de corrupción que develará no solo el entramado político que ha permitido la infiltración de redes criminales en el Estado, sino también el colosal negocio del contrabando, que se ha convertido en un poder paralelo con capacidad de mover billones de pesos y alterar las dinámicas económicas del país. Si la DIAN ha sido utilizada como una herramienta para beneficiar a estructuras criminales, la magnitud del daño puede ser incalculable.
Aquí no hay lugar para la ingenuidad. Lo preocupante no es solo la denuncia en sí, sino la respuesta que ha tenido el presidente Gustavo Petro y su gobierno ante hechos de esta naturaleza. En lugar de encabezar un proceso serio de depuración y sanción, el mensaje que se ha transmitido es que lo correcto es “devolver la plata y no denunciar”, “no recibir, pero tampoco espantar”. Esas frases, que deberían escandalizarnos como sociedad, parecen haber sido aceptadas con una normalidad peligrosa. Pero la corrupción no es un desliz administrativo ni una cuestión de matices éticos: es un delito.
Los delitos se denuncian. Las malas prácticas se cambian. La corrupción no se neutraliza con omisiones ni con frases ambiguas que dejan a los ciudadanos en la incertidumbre sobre si el gobierno lucha contra ella o simplemente la administra. Si la política se ha convertido en un juego de supervivencia donde la única regla es “aguantar el siguiente escándalo”, entonces es claro que ya hemos perdido el rumbo.
Ojalá toda la verdad se sepa. Ojalá haya consecuencias. Pero, sobre todo, ojalá que la indignación no sea selectiva ni efímera, porque el problema de fondo no es un escándalo en particular, sino la normalización de un sistema donde la crisis no es la excepción, sino la regla.