Por Elkin Franz Quintero Cuéllar
“Las religiones, como las luciérnagas, necesitan oscuridad para brillar.”
Arthur Schopenhauer
En pleno siglo XXI, cuando el sincretismo religioso y el pensamiento crítico ganan terreno, cabe preguntarse: ¿qué papel juegan las iglesias en una sociedad cada vez más plural y diversa? Durante siglos, estas instituciones fueron faros de orientación moral y consuelo espiritual. Sin embargo, en muchos casos, su imagen se ha desdibujado, ensombrecida por escándalos financieros, privilegios fiscales injustificables y personajes más cercanos a mercaderes que a pastores. ¿Qué pensaría Jesús si viera cómo algunos usan su nombre para llenar arcas personales?
La respuesta no es difícil de imaginar. El mismo Jesús no dudó en expulsar a los mercaderes del templo, acusándolos de convertir la casa de Dios en una cueva de ladrones (Mateo 21:12-13). En una de las escenas más contundentes de los Evangelios, el Mesías vuelca las mesas de los cambistas y deja claro que el espacio sagrado no debe ser contaminado por intereses económicos. Y, sin embargo, siglos después, las mesas han vuelto a ser instaladas, esta vez con mayor descaro y alianzas políticas. En algunos casos, parece más rentable usar la bandera de la fe para influir en elecciones y políticas públicas que para predicar el evangelio.
No todas las iglesias han seguido este camino, pero muchas han dejado de ser refugios de espiritualidad para convertirse en auténticas empresas, algunas con lujos propios de magnates: jets privados, mansiones y negocios millonarios. Todo mientras el ciudadano común paga cada centavo de sus impuestos. ¿Por qué algunas iglesias siguen exentas de este deber cívico?
San Pablo fue claro: “El amor al dinero es la raíz de todos los males” (1 Timoteo 6:10). No es el dinero el problema, sino la obsesión por acumularlo. Mientras algunos líderes religiosos construyen templos faraónicos, los fieles más humildes siguen esperando que alguien atienda sus necesidades más urgentes.
Los ejemplos sobran. Desde el escándalo del pastor que prometía milagros a cambio de diezmos desproporcionados, hasta curas que manejan fortunas sin rendir cuentas. En Estados Unidos, el famoso predicador Creflo Dollar pidió a sus seguidores donaciones para comprar un jet de 65 millones de dólares. En Latinoamérica, varios movimientos religiosos se han enriquecido a costa de la desesperación de sus seguidores. En Colombia, algunos “Profetas” llegaron al Senado de la República porque “Dios lo quería”, convirtiendo el púlpito en una plataforma política. Entonces, ¿estos movimientos de dinero no merecen supervisión fiscal?
No podemos ignorar que muchas iglesias, lejos de estos escándalos, hacen un trabajo valioso: ofrecen ayuda a comunidades vulnerables, defienden los derechos humanos y promueven la solidaridad. Sin embargo, eso no debería eximir a ninguna institución de cumplir con la justicia fiscal.
Jesús fue categórico: “Dad al César lo que es del César” (Mateo 22:21). Una frase que hoy cobra más relevancia que nunca. Si las iglesias quieren ser ejemplo de rectitud, deben empezar por cumplir con sus obligaciones fiscales. Pagar impuestos no es un castigo, es un acto de justicia social; incluso podría ser el mayor acto de fe para recuperar la confianza perdida.
El siglo XXI exige instituciones religiosas coherentes con su mensaje de amor, justicia y solidaridad. Que las iglesias paguen impuestos no es un ataque a la fe, sino una medida de transparencia y equidad. Solo así podrán recuperar el respeto de quienes buscan en ellas no lujos ni privilegios, sino verdadera espiritualidad y compromiso con el bien común.
La fe puede ser un refugio, pero no el amparo de rufianes y oportunistas. Ya es hora de que las mesas de los mercaderes vuelvan a ser volcadas. Quizás, si Jesús regresara, no necesitaría hacerlo con furia. Bastaría con exigir la declaración de renta y esperar el milagro de la transparencia.




