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El populismo barato que nos gobierna

Por Juan Cristóbal Zambrano López

La política en Colombia atraviesa una etapa en la que el populismo barato se ha convertido en el insumo principal de la narrativa oficial. Desde el Palacio de Nariño hasta los micrófonos de alcaldías y gobernaciones, abundan discursos cargados de promesas grandilocuentes, frases diseñadas para conquistar titulares y gestos simbólicos que buscan seducir a una ciudadanía cansada. Sin embargo, detrás del ruido mediático, el vacío en resultados es cada vez más evidente.

El populismo no es un fenómeno nuevo. Ha acompañado a las democracias latinoamericanas durante décadas, disfrazado de diferentes ideologías. Lo preocupante de la coyuntura actual es que el populismo que nos gobierna no solo es barato en su estilo, sino también en su contenido. Barato porque se agota en la consigna, en la foto viral, en el eslogan fácil. Barato porque carece de visión de largo plazo y se reduce a sobrevivir día tras día, improvisando medidas que poco o nada resuelven los problemas estructurales del país.

Un ejemplo claro es la política de seguridad. Se anuncia cada semana una “ofensiva final” contra los grupos armados, pero en el Cauca, Nariño y Catatumbo los atentados y asesinatos siguen siendo pan de cada día. Se promete “paz total” y se instalan mesas de diálogo con todos los grupos posibles, mientras en las carreteras y veredas los ciudadanos continúan sometidos al miedo y a la extorsión. El populismo barato nos gobierna cuando se privilegia la retórica pacifista de tarima sobre la construcción real de autoridad en los territorios.

Otro escenario es la economía. Nos dicen que el precio de la gasolina bajará, que los alimentos serán más baratos y que el bolsillo del ciudadano se verá protegido. La realidad es que la inflación golpea con fuerza, los combustibles siguen siendo caros y los pequeños productores agrícolas carecen de apoyo. Es fácil prometer subsidios y controles de precios; lo difícil es generar políticas serias de productividad, inversión y empleo. El populismo barato nos gobierna cuando se vende ilusión en lugar de soluciones.

El populismo, además, erosiona la institucionalidad. La estrategia es clara: dividir a la sociedad entre “pueblo bueno” y “élites malas”, desacreditar a las Cortes, al Congreso o a los órganos de control cuando no se alinean con la agenda gubernamental, y concentrar la conversación en torno a un líder que se presenta como mesías redentor. En esa narrativa, los problemas no son culpa de la ineficiencia estatal, sino de enemigos externos: los medios, la oposición, los empresarios. Así se construye un escenario en el que nadie responde y todo se reduce a la polarización.

El populismo barato que nos gobierna también se alimenta de las redes sociales. Hoy, la política se mide en likes, en retuits y en transmisiones en vivo. Un presidente puede dedicar horas a debatir en Twitter, pero no tiene tiempo para sentarse con los gobernadores a articular planes de seguridad. Un ministro puede volverse tendencia con una frase provocadora, aunque la ejecución presupuestal de su cartera esté en ceros. La comunicación digital, que debería servir para acercar al Estado con la ciudadanía, se ha convertido en un show permanente, donde la forma le gana al fondo.

Lo más grave es el costo social de este populismo barato. Mientras el Gobierno se dedica a la pirotecnia discursiva, las cifras son contundentes: el desempleo juvenil supera el 15%, la pobreza sigue afectando a más de un tercio de la población y las regiones periféricas, como el sur del país, continúan olvidadas. Las familias campesinas que bloquean carreteras no lo hacen porque crean en consignas ideológicas, sino porque no tienen vías, no tienen mercados, no tienen Estado.

Colombia necesita un cambio profundo de rumbo. No basta con denunciar el populismo, hay que proponer una alternativa. El país requiere liderazgos que vuelvan a poner la política pública en el centro del debate, que se concentren en soluciones técnicas y no en slogans. Requiere partidos que dejen de ser maquinarias electorales y asuman la tarea de construir programas de gobierno serios, sostenibles y aterrizados en la realidad. Y requiere, sobre todo, ciudadanos que dejen de dejarse seducir por el canto de sirena de los discursos fáciles.

El populismo barato que nos gobierna puede ser rentable en el corto plazo, pero sus efectos a mediano y largo plazo son devastadores. Destruye la confianza en las instituciones, perpetúa la desinformación, polariza al país y posterga la resolución de los problemas reales. Cada promesa incumplida alimenta la frustración ciudadana y aumenta el riesgo de que la democracia sea vista como un espectáculo inútil.

Hoy, más que nunca, Colombia necesita estadistas y no showmans. Necesita gobernantes que entiendan que la política no es un escenario para la vanidad personal, sino un espacio de responsabilidad colectiva. El populismo barato es una tentación peligrosa, porque brinda aplausos inmediatos. Pero la historia demuestra que las sociedades no progresan con consignas, sino con trabajo serio, con acuerdos amplios y con políticas públicas sostenibles.

El reto está planteado. Si seguimos gobernados por la improvisación populista, los problemas del país se agravarán y las oportunidades de desarrollo seguirán escapándose. Pero si apostamos por la seriedad, por la planeación y por la verdad, aún estamos a tiempo de enderezar el rumbo. No se trata de magia, sino de voluntad política. Lo barato, en política, siempre sale caro.

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