martes, septiembre 9, 2025
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Fogón y espejo

Pasar por el Parque Caldas esta semana ha sido como asistir a un ensayo general: carpas que se arman y se desarman, como si cada vez quisieran asegurarse de que todo estuviera perfecto para la celebración que ya todos conocemos.

Momentos / fotos Corporación Gastronómica de Popayán

Por Mónica Mosso

La ciudad pareciera oler diferente, el aire se impregna de esencias que cambian con las horas: café recién colado en la mañana, cazuelas humeantes al mediodía, dulces y frituras cuando empieza la tarde.

Esa distinción no es menor. Significa que la ciudad no solo es un espacio de consumo, sino de memoria y creatividad culinaria. Como diría Claude Lévi-Strauss, la comida no es solamente “buena para comer”, sino también “buena para pensar”. En Popayán, por estos días cada plato hace parte de una historia, un relato, una forma de identidad que se comparte. Al caminar por el parque, mi cuerpo se convierte en un archivo sensorial: cada aroma remite a un recuerdo familiar, a un almuerzo de domingo, a la cocina de la abuela, a la fiesta patronal en un barrio cualquiera.

Sin embargo, la experiencia también abre fisuras. Mientras me deslizo entre puestos y mesas, recuerdo la frase de una colega al preguntarle si asistirá a algún evento en el congreso: “No quiero ir. Yo solo puedo ver un número de calorías”. Su respuesta fue sorpresiva. Yo venía con entusiasmo a invitarla a compartir, a caminar entre los olores del Pacífico y las delicias de San Andrés, pero para ella el festival era un campo lleno de minas, un territorio hostil, que podría desencadenar incluso un ataque de pánico. Esa frase, tan corta, me recordó que la comida siempre tiene una dimensión simbólica: no comemos solo nutrientes, sino significados. Para unos, la mesa es ritual de unión; para otros, es una amenaza, una cárcel de números y culpas.

Y es que el contraste puede ser brutal. A unos metros, una familia entera se sienta en círculo, repartiéndose un plato generoso de empanadas de pipián. La madre sonríe, el niño juega con la servilleta, el padre levanta la voz para contar una anécdota. Todo parece fluir en esa pequeña dinámica cotidiana. Pero al mismo tiempo, un hombre sin hogar pasa lentamente, con la mirada fija en esa misma escena. La misma comida que para unos es placer, para él es deseo inaccesible. Y yo, en medio, observando me pregunto: ¿cómo sostener las dos imágenes sin caer en la hipocresía de la indiferencia?

Es en este punto donde pienso que la ciudad entera se convierte en un organismo completamente vivo, con luz y sombra. El festival es orgullo, creatividad y memoria, pero también es un recordatorio de la desigualdad. Mientras unos degustan un encocado de tiburón con una soda italiana, otros apenas atraviesan la plaza con la esperanza de unas sobras. El Congreso, entonces, no es solo un evento cultural: es un espejo. Y como todo espejo, puede ser incómodo.

Al seguir caminando, me cruzo con un grupo de turistas que celebran la música en vivo de un grupo del litoral Pacífico. Cantan, bailan, prueban el arrechón, se ríen, actúan casi con sorpresa escandalosa como si descubrieran una bebida prohibida. Y pienso en esos momentos en que lo social se suspende y la gente, aunque sea por un instante, se siente parte de algo común. Pero, ¿es real esa comunión, o es apenas un instante superficial que se disuelve cuando la música y el placer cesan?

Caminando un poco más adentro del parque me encuentro con las banderas, los carteles que anuncian con orgullo los invitados de este año: San Andrés, Sotará desde el Cauca y, como invitado internacional, Hungría. La enumeración suena como un mapa imposible que, por unos días, se dobla dentro de Popayán. La ciudad se convierte en escenario donde conviven la leche de coco, el rondón isleño, la papa campesina de Sotará y el gulash húngaro.

Caminar por esos stands es recorrer geografías en miniatura. El Pacífico se levanta con su música de marimba y sus cantos que son tanto celebración como memoria de dolor. La gastronomía del litoral, declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, no llega sola: trae consigo la historia de los pueblos afrodescendientes que la sostienen, de las mujeres cocineras que han resistido con cada plato, de las comunidades que defienden sus manglares y su derecho a existir. No se trata de exotismo ni de espectáculo, aunque a veces se muestre así; se trata de la afirmación de un territorio que, a pesar de la violencia, sigue diciendo “aquí estamos”.

Pareciera un teatro sensorial en el que cada esquina ofrece una invitación distinta, y donde Popayán parece asumir con orgullo el título que la UNESCO le concedió en 2005: Ciudad Creativa de la Gastronomía.

San Andrés despliega el aroma del rondón y las especias que llegaron con los ingleses, africanos y raizales que hicieron de la isla un maravilloso cruce de mundos. Degustar su comida es escuchar también la lengua creole, ese idioma de resistencia que lucha por no desaparecer. Me impresiona cómo la mesa puede ser también un archivo histórico: cada bocado guarda en sí la memoria de los viajes forzados, los encuentros improbables y la manera de enunciarse al mundo como comunidad.

Y de repente, Sotará aparece con su sencillez campesina. La papa, el maíz, la leche. Ingredientes que no necesitan pretensión para recordar que la vida en el Cauca profundo sigue marcada por la tierra y el clima. Mientras en los grandes salones se habla de Hungría, en Sotará todavía se cocina con fogón de leña, y la comida es más ritual de subsistencia que espectáculo turístico. En ese contraste, la ciudad enseña que hay jerarquías invisibles: lo internacional deslumbra, lo campesino se agradece, pero no siempre se celebra en la misma medida; Hungría, el invitado internacional. Su presencia es un lujo, pero también un límite. Porque, aunque aparezca en los afiches, la realidad es que acceder a ese menú es privilegio.

Y este año también está el café invitado, mas que un producto para mi el café es un motivo: decir “vamos por un café” significa “quiero saber de ti”. Es encuentro, amistad, cercanía. En cada taza hay algo más que aroma: hay una invitación a detenerse, a escuchar, a compartir. El café en Popayán no es solo bebida, es lenguaje cotidiano de afecto, curiosidad y cercanía.

Al observar todo esto pienso en lo que Bourdieu llamaba distinción: la comida no es solo cuestión de gusto, sino de clase y acceso. ¿Quién puede pagar por el goulash servido en vajilla importada? ¿Quién tiene que conformarse con mirar desde la acera? Popayán respira comida, sí, pero no todos respiran el mismo aire.

Sin embargo, hay algo conmovedor en las multitudes que se agolpan alrededor de las cocineras del Pacífico, en las risas de los turistas que prueban por primera vez un encocado, en los niños que muerden una rellena o marranita con los ojos brillando. La ciudad, en esos momentos, parece recordar que la comida es un lenguaje que todos entendemos, aunque no todos puedan hablarlo desde el mismo lugar.

Recorrer Popayán en esta semana es sentir que la ciudad misma se convierte en un organismo vivo. Respira por las carpas, late en los olores, suda en las filas de quienes esperan un plato. Como escribe Paul Ricoeur, la memoria es siempre luz y sombra: lo que se celebra y lo que se oculta. Así también funciona el Congreso Gastronómico: una vitrina de orgullo, pero también un espejo – diría yo que calcado – de nuestras contradicciones.

La luz está en los encuentros: la familia que se sienta junta a compartir un ají de maní, los amigos que se encuentran después del trabajo y hacen de la comida un ritual de risas y complicidad, aquellas parejitas que salen a probar la delicia de un helado traído por primera vez a esta ciudad por Crepes&Waffles, los viejos amigos tomando una cerveza en la calle de cafés, en esas escenas se materializa lo que Mary Douglas llamó “el orden simbólico de las comidas”: no solo alimentan, sino que organizan la vida social, nos dicen quiénes somos cuando nos reunimos alrededor de la mesa.

Y la sombra de las exclusiones: quienes caminan mendigando una moneda, sin haber probado comida en el día mientras los restaurantes se llenan, quienes solo pueden mirar desde la barrera las vitrinas de Hungría o las degustaciones privadas. La misma ciudad que presume de ser Ciudad Creativa de la Gastronomía por la UNESCO es la que convive con la mendicidad, el hambre y los cuerpos que no encuentran lugar en esas mesas.

Vuelvo a recordar a mi colega, ella solo ve números, calorías, cuentas que pesan más que el sabor. Ese comentario me resulta conmovedor porque si para algunos la ciudad es banquete y unión para otros es una lucha diaria llena de matices y palabras desconocidas. La comida, que debería ser placer y comunión, se convierte en cifra, en miedo, en territorio inseguro. Ahí podríamos pensar que la empatía es un ejercicio pendiente: no todos caminamos por las calles del mismo modo, ni todos podemos vivir la fiesta gastronómica con la misma ligereza.

Al final, el Congreso no es solo un festival de sabores. Es un retrato de nosotros mismos. Un recordatorio de que somos una ciudad que celebra, pero que también oculta.

Al terminar mi recorrido, mientras dejo atrás las carpas iluminadas y las calles llenas de aromas, pienso que Popayán no solo cocina platos: cocina memorias, tensiones y deseos. La ciudad entera se convierte en un gran fogón donde conviven la abundancia y la escasez, el disfrute y la culpa, la celebración y la exclusión.

Quizás ahí radique la verdadera fuerza de ser Ciudad Creativa de la Gastronomía por la UNESCO: no en la perfección de la vitrina, sino en la capacidad de reconocernos como un organismo complejo, contradictorio, pero vivo. Claude Fischler, decía “somos lo que comemos”, yo me atrevería a decir…. también somos lo que dejamos fuera del plato.

El festival me recuerda que la comida es siempre más que alimento: es símbolo, es ritual, es política y es memoria. Y que cada bocado, cada risa en una mesa compartida, cada gesto de hospitalidad o de indiferencia, escribe también la historia de quiénes somos.

Popayán respira comida, sí, pero también respira preguntas. Preguntas que quizá sean más valiosas que cualquier plato, porque nos invitan a pensarnos como comunidad y como individuos. Tal vez lo más importante de esta semana no sea solo probar sabores nuevos, sino atrevernos a mirarnos en ese espejo de luz y sombra que la ciudad coloca frente a cada uno de nosotros.

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