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El amor, ese niño que camina con los zapatos sin amarrar

Parte 1

Por: Monica Mosso

Esto no quiere ser un texto académico ni uno poético. Desde el inicio quiero plantear que es fácil fracasar en el intento de definir o explorar el amor; incluso nombrarlo de manera correcta se vuelve torpe..

El amor merecería una serie de textos, cada uno quizá menos torpe que el anterior, así como la experiencia lo manda y lo exige.

El amor es fácil de cantar en un bolero, de nombrar en cartas, de describir en medio del idilio o del éxtasis. Y todavía más sencillo de escribir en una servilleta después de dos copas de vino y un dolor bien atravesado. Lo difícil es sostenerlo en el tiempo. Lo que toma meses o años construir —esa telaraña invisible de confianza, deseo, rutina y promesas— puede derrumbarse en segundos, con la naturalidad de un vaso que se resbala de la mesa. A veces basta un gesto, una acumulación de palabras, o una pequeña diferencia en la manera de significar lo importante para cada uno. Quizá lo más desconcertante no es lo que el amor “es”, sino lo que no consigue ser.

Estoy en un bar tradicional de Popayán, lleno de imágenes que observan como testigos mudos. Fotos de la ciudad me miran como recordatorios de la belleza que me rodea, pero también de los pasillos de mi memoria y de cómo la he habitado en distintos momentos. Me pregunto cuántas tragedias habrán presenciado esos retratos, cuántos corazones se habrán transformado de tejidos claros a bolsas maltratadas y sangrantes sobre estas sillas. Cuántas risas, lágrimas, noticias, cumpleaños, encuentros de almas que buscan cualquier excusa para expresar su sensibilidad.

Don Agustín, que atiende como quien lleva siglos practicando este oficio, tiene un talento secreto del cual ya me habían hablado precisamente esta semana a través de un relato casi mítico: intuye la canción exacta que cada mesa necesita sin que nadie se lo pida. Y es cierto: puedo verlo y sentirlo. Es un arte, o un instinto. Un poco como el amor: cuando existe, no necesita demasiadas palabras.

La psicología, por su parte, ha intentado diseccionar al amor. Lo ha puesto en triángulos, lo ha reducido a esquemas de apego y hasta lo ha tratado como un arte que se aprende con disciplina. Y sí, todo eso suena convincente en los libros. Pero basta mirar la vida alrededor para que esas categorías se vuelvan frías: un hombre intentando parecer indiferente con la mano temblorosa, una pareja tambaleante que se cuida entre cervezas, un grupo de amigos que convierte la risa en pacto. El amor es menos diagrama y más torpeza. La teoría, al final, siempre llega tarde a la mesa.

Observo. En la mesa de la esquina, una primera cita. Él juega a la indiferencia, como si la naturalidad pudiera ensayarse. Pero cada gesto lo delata: la mano inquieta, la torpeza del que quiere parecer desinteresado y termina confesándose sin querer. Ella, arreglada con esmero, despliega esa belleza que reservamos para las ocasiones en que queremos ser vistas por quien deseamos. Entre ellos flota el aire denso de las primeras veces: el miedo a ser descubiertos y el deseo de impresionar.

A unos metros, otra pareja acumula más cervezas que palabras. La ebriedad hace que ellos tambaleen, pero aún queda el gesto mínimo del amor: él sostiene la cabeza de ella. En ese movimiento hay cuidado, ternura. El amor, pienso, a veces sobrevive en los restos de lucidez.

Más allá, un grupo de amigos ríe sin medida. También participan de esta coreografía: la amistad como una forma menos solemne, pero igualmente válida, de amor. La risa compartida es un contrato afectivo tan serio como cualquier alianza matrimonial, aunque nadie lo firme. Celebran un cumpleaños, y cada uno se siente tan diáfano en su rol que puedo palpar la alegría en la forma de acompañar al homenajeado.

Reencuentros, brindis, abrazos, despedidas: el amor tiene tantas formas que su belleza me resulta abrumadora. La música de fondo apela a lo nostálgico, como si quisiera hablar también a los fantasmas que cargamos. Esos fantasmas se sientan con nosotros: la decepción pasada, la promesa incumplida, el miedo a que la historia se repita.

Me pregunto si los vínculos se rompen en un gran estallido —una traición, una ausencia definitiva— o si más bien se desmoronan a sorbos: silencios acumulados, gestos pospuestos, canciones nunca pedidas. Nadie sabe con certeza qué sostiene un vínculo y qué lo quiebra. Tal vez todo se juegue en lo mínimo: la mano que se extiende para sostener una cabeza, la canción que aparece cuando más se necesita, la risa que estalla sin explicación.

El amor no es una definición cerrada, ni una receta universal. Es, como este bar, un collage de imágenes, un escenario donde cada quien interpreta a su manera un guion incompleto. Y quizás lo único que podemos hacer es aprender a observar: mirar las torpezas, los intentos, los fracasos, y aceptar que lo que hoy parece sólido mañana puede no estar.

Seguimos brindando, cantando a todo pulmón, porque aunque parezca fácil derrumbarlo, el amor sigue siendo la única arquitectura que insistimos en reconstruir casi por instinto, por supervivencia o por esperanza, tal vez.

Te dejo mi pequeño relato hoy, querido lector, como una introducción a esta búsqueda.

¿Me acompañas?

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