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Una forma de estar vivo

En Popayán hay un taller donde cada trazo es una declaración silenciosa. Ahí trabaja, desde siempre, Adolfo León Torres Rodríguez, el maestro.

Por: Ana Sofía Escobar Bejarano Estudiante del Programa de Comunicación Social de la Universidad del Cauca

Los martes en Popayán no empiezan con el reloj, empiezan con los reflejos de luz que entran por la ventana principal del taller. Ahí, donde el silencio no es ausencia, sino materia. Huele a resina vieja y a café. En una esquina, alguien raspa con una espátula una capa seca de óleo. Al fondo, con una lona en la cabeza y las manos manchadas, está Adolfo León Torres Rodríguez, pintor, escultor, maestro.

—Trabajo todos los días. No por obligación, sino porque no me canso. No sé no hacer arte —dice, sin solemnidad.

Maestro Adolfo León Torres en su taller. Fotografía: Ana Sofía Escobar

Lo dice como quien respira, como si hacer formas fuera lo más natural del mundo. Y para él, lo es. Es su modo de vivir, de ordenar el mundo. Cada pincelada, cada trazo, no es solo una elección estética, es una forma de afirmarse en medio de una ciudad que olvida rápido y reconoce tarde, que avanza sin detenerse a contemplar, él ha elegido quedarse quieto para mirar, para entender, para crear.

Taller del maestro Torres. Fotografía: Juan Esteban Bernal

Nació en la ciudad de Popayán, en la calle cuarta con carrera doce, una cuadra abajo del Hotel Monasterio. Su niñez estuvo marcada por paredes rayadas con carbón, que limpiaban a regañadientes para reemplazarlas con imágenes religiosas y recuerda, con especial cariño, la caja de acuarelas que ganó como premio en un concurso escolar.

—Dibujé al Sabio Caldas en el Parque. Me dieron un lápiz y una hoja. Esa fue mi primera exposición —recuerda.

También cuenta que lo marcó ver a Marco Tulio Ante, un vecino intelectual, pintar a Jesús caminando sobre el agua. A los ojos del niño, ese pincel era magia. Después llegó Augusto Rivera. Luego, un curso de extensión en la Universidad del Cauca, donde entró de lleno al mundo del arte. Pero antes, el banco.

—Trabajé seis años en el banco. Estudiaba contaduría en las noches. Pero dibujaba los rostros de mis compañeras de trabajo —cuenta con una gran sonrisa en su rostro.

Y, un diciembre decidió que era suficiente. Renunció. Se metió de lleno a las artes plásticas, desde entonces, no paró.

En 1998, una madrugada cualquiera, se levantó. No podía dormir. Buscó plastilina y empezó a moldear.

Una figura, luego otra. Eran músicos, eran memoria.

Modelos de plastilina. Fotografía: Juan Esteban Bernal

—Pensé en mis amigos del barrio, que salían en diciembre con flautas y tambores. Pensé que Popayán necesitaba un homenaje.

Así nació La Chirimía, el monumento que desde el año 2000 está ubicado en la glorieta sur de Popayán, fue un acto de persistencia.

—Me levanté y al día siguiente fui a buscar con los bocetos al rector de la Universidad del Cauca, que en ese entonces era Rafael Vivas Lindo. Le dije: “Quiero regalarle esto a la ciudad”.

El rector aceptó.

La Universidad donó ese monumento.

—Regalé todas las obras que había pintado ese año. Era un acto de afecto.

Adolfo lo dio todo. Hasta sus cuadros.

Monumento de La Chirimía. Fotografía tomada de Popayán Patrimonio Patojo.

Durante la construcción, no se despegó. Supervisaba cada soldadura. Iba todos los días. A veces no hablaba con nadie. Solo miraba.

Cada persona tiene su propia forma de preservar los legados. Adolfo eligió hacerlo guardando en latas de metal fotografías y escritos de quienes dejaron huella en el proceso. Latas que serán descubiertas si algún día llegan a desmoronar el monumento.

—No por control, por amor a la obra.

Al principio, su diseño incluía una figura del diablo.

—Una vieja anécdota universitaria, un homenaje a la leyenda.

Pero los obreros se negaron, al ser Popayán, ciudad, templo de devoción, de cargueros y sahumadoras, de regidores y moqueros. Monumento que solo robaría las miradas y llovería críticas.

Quedó solo la música, pero no del todo.

—Si uno le da siete vueltas al monumento, se le cumple un deseo. Yo lo hice. Me gané la lotería tres veces. Se me olvidó cobrar.

María, una mujer de 69 años, cuenta que hace una década empezó a pintar con Adolfo.

—Es el único maestro que me ha enseñado sin ego. No toca un cuadro sin permiso. Enseña todo lo que sabe, sin miedo a ser copiado. Nunca vi eso antes.

Cada martes, llega a su taller y lo encuentra igual, sereno, enfocado. A veces, en silencio. Otras, con una anécdota bajo el brazo y un nuevo pintor que descubrió por internet.

—Te muestra un libro, te señala un color, pero nunca te dice qué hacer. Te deja ser. Esa es su forma de enseñar.

Fotografía: Juan Esteban Bernal

Una vez encendió una antorcha en clase para enseñar cómo ahumar un lienzo, lo hizo como si fuera lo más normal del mundo.

—Así aprendimos técnicas que él inventó. No se guarda nada.

Castro, otro exalumno, lo define de forma sencilla:

—Es como la enciclopedia viva de Popayán: talla madera como si liberara lo que ya estaba ahí.

También lo ha visto escribir, dibujar, enseñar historia del arte con igual pasión.

—Es sabio —dice, pero no se impone. A veces, te da un consejo que no tiene que ver con la pintura, pero te cambia la manera de ver la vida.

En sus cuadros aparece Popayán, pero no como postal, aparece como atmósfera. La Torre del Reloj, una cúpula, una calle húmeda. Pero nunca igual. Ni siquiera cuando repite la escena.

—Tengo la ciudad en la cabeza, pero sobre todo en el corazón.

Sus series van de la Semana Santa al grafismo, de los cargueros al humo, del realismo al color puro. No se ata a un estilo.

Solo a una obsesión: buscar.

Fotografía tomada por: Ana Sofia Escobar

Maestro Adolfo León en su casa/ Fotografía: Ana Sofía Escobar

Y cuando no pinta, piensa. Y cuando no piensa, observa. Camina por la ciudad mirando hacia arriba, como si en las nubes encontrara la forma del próximo cuadro.

—Todo es forma y yo necesito dar forma a lo que siento.

En su taller, también guarda cajas con recortes, cartas, fotos. Fragmentos de momentos que luego se transforman en pinturas; obras destinadas a dejar un legado, sin saber aún si reposarán en Popayán, Bogotá, México o en algún otro lugar del mundo. Le gusta detenerse en los gestos mínimos, una mujer que se cubre con un manto, un carguero que avanza con paso lento, un paisaje de una tarde payanesa, algunos bodegones, acorazados. Todo eso es Popayán para él, no un lugar, sino un gesto.

Imagen que contiene interior, foto, cubierto, diversos

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Fotografía: Juan Esteban Bernal

—Popayán no siempre ha sabido agradecerle —dice María sin rodeos.

—Esta ciudad está en deuda con él. Regaló su arte, su escultura, su vida. Y no se le ha reconocido de la manera en que lo merece. Es digno de recibir la Cruz de Belalcázar, el más alto honor. Y se le debería dar en vida.

Pero a Adolfo eso parece no importarle, o al menos no lo demuestra.

Su taller no tiene pretensiones, no es galería, es refugio, es espacio, es compañía.

—Aquí hay paz. No solemnidad, paz, de esa que viene de la claridad —susurra María.

Existe una forma de mantenerse vivo. Hay quienes hacen arte para ser recordados, otros para ser exhibidos. Adolfo Torres hace magia a través del arte, magia en ser una persona sencilla, abierta a los demás. Hace arte por pasión y vivir por y hacia esa dedicación.

No busca exposición, no busca fama, solo busca forma. En la pintura, en la madera, en la enseñanza. Para él, dar forma es una manera de estar vivo.

Y nadie, mientras respire, descansa de eso.

Y cuando llegue el día en que no pueda alzar más el pincel, quizás no importe. Porque ya estará todo dicho en sus lienzos. En los pasos de quienes aprendieron de él. En los ojos que alguna vez se detuvieron frente a una de sus obras y sintieron algo. Aunque no supieran explicarlo. En su legado hay algo que trasciende: la técnica y una forma silenciosa y honesta de permanecer.

Un modo íntimo de resistir al olvido.

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