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Molino y Cauca: Las venas ocultas de Popayán

En la memoria de las ciudades habita el murmullo del agua. Antes que los trazos de los mapas, antes que las calles empedradas, antes que la arquitectura que hoy asombra y se desmorona continuamente, fueron los ríos quienes dibujaron el destino.

Por Juan Manuel Rincón

Y entre todas ellas, Popayán, ciudad de los blancos muros y un clima dinámico, se alza como testimonio de una alianza ancestral entre el agua, la piedra y la memoria.

Los ríos Molino y Cauca, que atraviesan esta ciudad silenciosa y brillante como un fósil vivo, no son meros accidentes geográficos: son arterias espirituales, testigos silentes del paso del tiempo, de las guerras, los temblores y las celebraciones. Fueron guía para los indígenas Pubenenses antes de la llegada de los conquistadores, y luego columna vertebral para la fundación española en 1537, cuando Sebastián de Belalcázar eligió este Valle no sólo por su clima benigno, sino por el abrazo generoso de sus aguas.

El río Molino, que nace en la vereda Santa Helena, es un hilo de agua dulce que baja por los Andes arrastrando ecos, memorias y semillas. El río Cauca, que brota en el exuberante Macizo Colombiano, desciende con el alma ancestral. Ellos dos dibujaron el alma de Popayán antes de que un solo ladrillo fuera puesto sobre otro.

Las casas coloniales de cal y canto, con sus patios y fuentes que respiran el agua, fueron pensadas para dialogar con la humedad, para cantar con la lluvia, para recibir la bruma de los ríos en las mañanas. El urbanismo de Popayán, influenciado por modelos andaluces y mestizado por la sabiduría indígena, fue un ejercicio de armonía con el entorno hídrico. Pero con el tiempo, la noble ciudad olvidó su origen hídrico. Tapó quebradas, entubó arroyos, cercó el acceso al río. El agua, relegada a datos técnicos, se volvió invisible. Y en esa invisibilidad creció el descuido, el desprecio y la amenaza.

Puente sobre el rio molino | luis fernando paredes | Flickr
Río Molino de Popayán

Siguiendo el curso del Molino, se fundaron molinos harineros, lavanderías comunales, conventos y colegios, casas de patios húmedos y fuentes rumorosas. El río ha sido guía y frontera: separó el mundo sagrado de los blancos del mundo vivo de los pueblos y de los oficios. Ha sido espejo de la arquitectura colonial, arteria del comercio, escenario de encuentros y de ausencias. Por sus márgenes se levantaron la Hacienda Calibío, la Iglesia de San José, la vieja Casa Valencia, y más abajo, los arcos generosos del Puente del Humilladero, que unió la ciudad con su sombra. El río Cauca, por su parte, no sólo ha abrazado la ciudad: la protege. Su curso amplio y constante ha permitido el asentamiento humano y la agricultura. Junto a sus orillas, la ciudad crece y crece sin nunca dominarlo del todo. Como si supiera que el agua no se somete: se respeta.

Y sin embargo, hoy Popayán ha olvidado su origen hídrico. El Molino, reducido, encerrado, maltratado, fluye con vergüenza por entre frágiles muros de concreto, como si pidiera disculpas por existir. El Cauca, contaminado, fragmentado, lleva consigo la pena de una ciudad que ha preferido la amnesia ambiental.

El sueño de reconciliación que significaba el Malecón del Río Molino, proyecto largamente esperado, diseñado para devolver el río a los ciudadanos, para sanar la herida urbana con dignidad paisajística hoy duerme en el archivo del desencanto. En 2020 fue anunciado, celebrado, ilustrado en renders coloridos donde el agua volvía a ser alma y no un residuo urbanístico. Aquel sueño sostenible se volvió humo, otro elefante blanco. Otro monumento de las promesas incumplidas.

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Río Cauca

Negar el río es negar la ciudad. No es sólo una falla de la administración municipal o una oportunidad perdida para el desarrollo: es una renuncia espiritual. ¿Cómo pedirle a Popayán que recuerde quién es, si ha silenciado la voz que la nombró por primera vez? ¿Cómo hablar de patrimonio, si ignoramos el primero y más sagrado de todos: el agua? La arquitectura sin río es un cuerpo sin sangre. Y el futuro de las ciudades no está en sus torres ni en sus autopistas, sino en su capacidad de reconciliarse con lo que fluye. Las ciudades que sobrevivan serán las que entiendan que el agua no es un problema que resolver, sino un sabedor natural que hay que escuchar y cuidar.

En Popayán aún brotan lluvias finas sobre los tejados de teja roja. Aún los muros encalados se tiñen de nostalgia con cada aguacero. Aún los ríos cantan bajo el concreto. Escuchar ese canto, protegerlo, darle forma urbana, es más que una tarea: es un acto de amor. Devolverle al Molino su lugar, al Cauca su respeto, no es sólo corregir el pasado, sino sembrar un porvenir más sabio, más suave, más humano. Porque donde hay un río protegido, hay una ciudad que respira. Y donde el agua fluye con libertad, la vida florece como un próspero porvenir.

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