Hoy el Cauca respira un poco mejor. Vuelven a casa nueve contratistas de la Gobernación y también Juan Pablo Cifuentes, aquel joven de Caloto que durante días fue solo un nombre repetido en cadenas de mensajes, en oraciones improvisadas, en conversaciones llenas de ansiedad. Vuelven, y con ellos vuelve también, al menos por un instante, la esperanza de que no todo está perdido. Los recibimos como se recibe a un amigo que regresa de un viaje demasiado largo y doloroso, como se recibe a un hijo que se creía extraviado. Hoy, cada abrazo es una victoria íntima contra el miedo.
Pero esa alegría, por justa y profunda que sea, no puede distraernos de lo esencial. Porque, aunque celebremos este retorno, no podemos olvidar lo que lo hizo necesario: fueron secuestrados. Nueve servidores públicos que cumplían con su labor y un joven que jamás imaginó que su vida quedaría en pausa por la voluntad arbitraria de hombres armados. Y aquí, en el Cauca, ese verbo (secuestrar), se ha vuelto a conjugar con una frecuencia tan brutal que casi parece parte de nuestro lenguaje cotidiano. Eso es lo más doloroso: cómo la costumbre se ha metido en nuestras venas.
Hay que decirlo con todas sus letras: en este departamento el secuestro volvió a ser una noticia repetida, casi previsible. Cada semana sabemos de un nuevo caso; cada semana, con resignación, esperamos el comunicado oficial, el video difuso donde el secuestrado, cansado y con la voz quebrada, pide lo único que debería tener garantizado: libertad. Y sin embargo, seguimos aquí, sin respuestas, con un Gobierno Nacional que parece más preocupado por justificar sus concesiones a los criminales que por devolverle dignidad al Estado.
Este flagelo es consecuencia directa de las gabelas políticas que el Gobierno ha entregado, con una ingenuidad peligrosa, a grupos que jamás han tenido intención real de desarmarse. Les dieron espacios, discursos legitimadores, promesas que parecían premios. Y ellos, mientras tanto, se rearmaron con más fuerza, se reorganizaron, recuperaron territorios, ampliaron sus negocios y, como si fuera poco, volvieron a secuestrar. Todo esto ha ocurrido a la vista de un país que, desde Bogotá, sigue creyendo que la paz se construye con comunicados bien redactados y no con autoridad efectiva en los territorios.
No se trata de una discusión ideológica ni de un capricho político. Se trata de algo tan básico como cumplir el mandato constitucional: proteger la vida, la libertad y la integridad de los ciudadanos. Aquí en el Cauca, cada secuestro es más que un delito: es una afrenta contra toda la Nación. Cada vez que un campesino, un contratista, un policía o un soldado es privado de su libertad, no solo sufre él y su familia, sufrimos todos, porque nos deja claro que el Estado no manda, que el Estado no decide, que el Estado parece ser apenas un invitado incómodo en su propio territorio.
Por eso este regreso, debe ser también un llamado a la memoria. Que no nos gane la tentación de olvidar. Que cada abrazo que hoy se da en Popayán, en Caloto, en los pueblos donde vuelven estos hombres, nos recuerde que hay otros que siguen allá, en silencio, contando los días. Y que, si seguimos aceptando esta realidad como algo inevitable, mañana los secuestrados podrían ser nuestros hijos, nuestros amigos, nuestros compañeros de trabajo.
Bienvenidos sean todos. Bienvenido Juan Pablo Cifuentes, bienvenidos los contratistas de la Gobernación. Su regreso es un acto de resistencia, aunque ustedes no lo hayan buscado: han sobrevivido, y eso en el Cauca ya es casi una forma de heroísmo. Ojalá puedan recuperar pronto la tranquilidad que les robaron, ojalá el tiempo cure esta herida y ojalá algún día el secuestro sea un recuerdo vergonzoso, no una costumbre aceptada.
Pero que nadie se equivoque: esta bienvenida es también una advertencia. No podemos dejar de exigir, no podemos dejar de señalar al responsable principal de este desorden, que es el Gobierno Nacional. No gobierna un país permitiendo que la criminalidad decida qué vidas valen, qué rutas se pueden transitar, qué pueblos pueden dormir en paz. No se puede seguir premiando con palabras suaves a quienes solo entienden el lenguaje de la violencia.