lunes, agosto 4, 2025
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Edgar Alberto Caicedo Cuéllar – El poeta y caminante baquiano

Hoy hablamos con el poeta, escritor y docente Edgar Caicedo, quien reparte su vida entre la literatura, la pedagogía, los perros y la naturaleza, transitando por los senderos de la nostalgia y los bulliciosos sonidos de su lenguaje sencillo y transparente.

Por Antonio María Alarcón Reyna

Familia

Nací en Popayán en 1966. Ayer en la tarde veía caer el sol sobre las montañas y sentí, muy dentro, la vida como una misteriosa revelación del lenguaje.

Recuerdo que mi madre, Omaira Cuéllar Tobar, me leía cuentos en mi infancia. Creo que lo que soy ahora es por su voz. Uno teje su existencia desde algo o alguien; en mi caso, me importa la palabra y ser portador de ella para otros. Por eso me interesa la reflexión pedagógica de nuestra existencia.

Si de mi madre tengo la palabra, de mi padre, Alberto Caicedo Valencia, tengo el amor por la libertad. Él era un hombre tomado por el campo, por las orillas de los ríos, de andar por las laderas del alba encontrando la huella del ciervo en su huida.

Me gusta leer y escribir, y siento la necesidad de pensar en esto para otros, desde la responsabilidad de la enseñanza. Actualmente, soy profesor del Departamento de Español y Literatura de la Universidad del Cauca, un lugar donde me he formado. Allí fui estudiante de la Licenciatura, y luego, la rueca de la vida me dio la grata suerte de estar como profesor. (Más tarde volveremos sobre esto).

Infancia

Quiero recordar algo de mi infancia: un maestro, el profesor Chaguendo. En una clase ofreció un libro para lectura y yo lo tomé: Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. Encontré en ese texto la revelación de la vida y la muerte como belleza. Lloré mucho una mañana leyendo las últimas páginas, y mi madre me consolaba: “Lea, siga leyendo, que algo, algo debe pasar…”, me decía, ante mi reclamo por la muerte de Platero.

Más allá de la simple anécdota, ese instante de vida es fundante en mí. Pienso que las primeras lecturas del niño y del adolescente deben tener un jardinero que guíe con sabiduría esa ruta que se emprende. Iriarte Cadena dirá que el estudiante necesita de un baquiano que acompañe sus primeras andadas…

Recalco que es fundamental que, en los procesos cruciales de la vida, el niño o el adolescente tenga una compañía que permita el diálogo, que ponga en juego la existencia. El bachillerato fue para mí un momento crucial: encontré a dos maestros. La profesora Luz Helena Cajiao de Coe, de quien recuerdo su dedicación por la enseñanza y su impulso para que escribiéramos, no sin antes leer a Edgar Allan Poe. Con ella escribí mi primer cuento, siendo estudiante de grado 10 en la Academia Militar General Tomás Cipriano de Mosquera. Un día llegó otro maestro: Gerson Paz —qué buen amigo es él—, me prestó El amor en los tiempos del cólera, y lo leí de una sola sentada. Comprendí entonces que el arte y la literatura son experiencias que transforman desde adentro…

Lida, mi hermana, me inscribió en la Licenciatura de Español y Literatura, y allí encontré mis rutas: caminos hacia la literatura y la pedagogía. Recuerdo mucho al profesor Luis Rincón, un maestro que ofrecía la grata reflexión del pedagogo. La Universidad fue también el encuentro con el poeta Giovanni Quessep: leer su poesía, escuchar su palabra con intimidad.

Una mujer relevante en mi formación pedagógica es la doctora Magnolia Aristizábal. Con ella entendí que el maestro debe ser un buen compañero de camino, un dador de fuerzas para las caminadas…

Me gusta leer y escribir. Actualmente, con la poeta y doctora Elvira Alejandra, vivimos al interior de la Licenciatura en Español y Lengua Castellana la experiencia de ver la escritura como un proceso de investigación-creación, y como saber pedagógico. Ella es en este momento es mi directora de tesis, la cual desarrollo en el Doctorado en Ciencias de la Educación de la Universidad del Cauca.

La vida es un hilo que se teje en infinitas formas y que, al final, es una gran pregunta por la existencia. Una mañana, cuando era muchacho, entré por azar a la Caja Agraria —el edificio que está junto al Teatro Guillermo Valencia— y, cosa maravillosa, vi por primera vez el cuadro de Augusto Rivera. Luego subí a ver una exposición del maestro Luis Ángel Rengifo. La suerte estaba echada. En la universidad conocí a los pintores Rodrigo Valencia, Adolfo Torres… y era grato compartir con ellos, hablar de la vida, de lo humano y lo profano.

Quiero, para terminar, hablar de un amigo: Carlos Illera Benavides, el poeta amigo. Con él caminé la noche, en la ebriedad de la luna, y encontramos las secretas músicas de las palabras. En el Parque Caldas alzamos las copas de vino. Una noche, en la hora en que el tiempo busca el silencio, vimos al maestro Edgar Negret. Iba vestido con un gabán negro… y sentimos al artista, en los duelos de la vida. Iba solo. Nos miró por un instante… lo saludamos, levantó la mano y se internó en la noche…

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