Por: Javier Orlando Muñoz Bastidas.
El filósofo surcoreano Han, plantea algo muy importante: “La inactividad no es contraria a la actividad. La actividad se nutre, más bien, de la inactividad” (2023; 16). Lo anterior se afirma frente a la actual sociedad del rendimiento, que fomenta y determina como ideales de vida la actividad constante, el emprendimiento y la innovación. Estar ocupado es, en el mundo contemporáneo, una señal de distinción, al punto que no estarlo genera un profundo sentimiento de culpabilidad. Presentar un “elogio de la inactividad”, podría sonar ofensivo para los sujetos hiper-ocupados. Pero lo que el filósofo afirma es que la inactividad no es contraria a la actividad, sino que la nutre, la potencia y la eleva. La verdadera actividad se fundamenta en un profundo estado de quietud interior.
Lo que se debe hacer, entonces, es diferenciar entre dos tipos de actividad: una actividad del rendimiento y una actividad de la potencia. La primera se opone a la inactividad; la segunda se nutre de la inactividad. La actividad del rendimiento lleva a los sujetos a sobre-exigirse a sí mismos, para cumplir los parámetros de belleza, felicidad y éxito que el sistema económico regente impone. Esto ocasiona un profundo agotamiento físico y psíquico, que termina en ansiedad y depresión. ¿Por qué? Porque cuando no se puede cumplir esos parámetros, hay un sentimiento de auto-culpabilidad de la propia impotencia. Por esto la actividad de la potencia implica detener el ritmo de todo lo establecido, y empezar a diseñar un nuevo proceso en ritmos insospechados.
El punto fundamental no está en la afirmación de la actividad de la potencia, sino en que esta se sustenta en la inactividad. Digámoslo claramente: aprender a no hacer nada, es lo que hace posible una auténtica actividad creadora. En la inactividad hay un principio creador, porque nos adentra en una “zona de indeterminación que nos capacita para producir algo que no ha existido nunca todavía” (2023; 16). La inactividad es, en realidad, un estado de intensidad profunda en la que se accede a la emergencia de lo nuevo. Para que lo nuevo sea posible, es necesario un poco de caos renovador. La inactividad permite una transformación integral de todo lo establecido.
Pero lo más importante de la inactividad, es la capacidad de curación que esta tiene. Primero hay que decir que el rendimiento excesivo y auto-impuesto, hace necesario una anestesia constante del sujeto. Hay dos formas de anestesia: la que elimina el dolor y la estimulación. La primera evita el sentimiento de culpa ante el fracaso como sistema global de dominación; la segunda consiste en superar el cansancio físico y psíquico desde el estímulo constante que genera la “positividad”. Los sujetos se anestesian con drogas, analgésicos y bebidas estimulantes, pero también con discursos positivos o de “superación personal” (llamados así, aunque no estén superando nada). Lo anterior es lo que debe curar la inactividad.
¿Qué es una “la curación primordial”? Han la presenta así: “Cuando la hermanita ve que el hermanito siente un dolor, encuentra un camino que está más allá de todo conocimiento, acariciando quiere tocarlo allí donde le duele. De este modo la pequeña samaritana se convierte en el primer médico. En ella opera inconscientemente un saber acerca de una eficacia primordial que dirige su impulso hacia la mano y conduce la mano hacia el contacto eficaz. Porque esto es lo que experimenta el hermanito: la mano le hace bien. Entre él y el dolor se interpone la sensación de “ser tocado” por la mano de la hermanita y el dolor se retrae ante esta nueva sensación” (2021; 47). La inactividad consiste en ir al encuentro del otro, para poder crear un vínculo afectivo y existencial. En la prisa, la rapidez y la ocupación no es posible este encuentro. Cuando el otro se detiene para abrigar y cuando nos detenemos para abrigar al otro, es cuando inicia la auténtica curación.
La inactividad rompe con la lógica económica de la producción. No se trata de producir, sino de crear. El que no hace nada es hostil a la producción, porque anula la vida como mera supervivencia y la afirma como vida contemplativa, es decir: una vida en la que se comprende la unidad fundamental de todo lo que existe. El sentido de la vida no puede ser la producción y el consumo. El sentido de la vida consiste en contemplar con asombro la expresión infinita de la existencia, desde el que puede ser posible una creación de sí. La vida debe ser la exaltación de la existencia como una fiesta: “La fiesta es la expresión de una vida desbordante, de una forma intensa de la vida. En la fiesta la vida se vuelve sobre sí misma, en lugar de perseguir objetivos externos a ella. La fiesta anula la acción” (2023; 61). Una vida superior no es posible en el rendimiento, sino en el exceso de la fiesta. Hay que detenerse para poder crear y poder sonreír.
Pero la inactividad también implica una “rabia fundamental” (2017), que consiste en aprender a decir: ¡No más! Los sujetos no son ni siquiera un objeto, porque en el mundo contemporáneo están por debajo de los objetos tecnológicos. No puede ser posible que la capacidad de creación de sí, se anule en una especie de autismo digital, en el que cada quien está encerrado en su propio mundo insignificante. La rabia fundamental consiste en destruirlo todo, para que todo sea posible de nuevo. Hay intensidades superiores impensadas, que se pueden llegar a crear.
Referencia.
Han, B. (2017) La sociedad del cansancio, Editorial Herder.
Han, B. (2021) La sociedad paliativa, Editorial Herder.
Han, B. (2023). Vida contemplativa, Editorial Taurus.