Por: Alejandro Zúñiga Bolívar
Esta Semana Santa, como cada año, muchas familias esperaban con ilusión el reencuentro. Popayán, vestida de solemnidad y recogimiento, se preparaba para recibir a quienes llegan desde lejos: hijos que viven en otras ciudades, hermanos que hace meses no regresan, amigos que buscan abrazos, calor de hogar y un poco de fe compartida.
Pero este 2025, para muchos, el anhelado reencuentro nunca llegó. No por falta de ganas, ni por olvido. No llegaron porque el miedo les ganó.
El Jueves Santo —día clave para los viajeros que se movilizan por tierra— amaneció con un atentado en Mondomo. Un acto cobarde, violento, que no solo dejó una estela de dolor, sino que sembró el terror en los caminos. A quienes ya estaban en carretera, les tocó frenar. A quienes estaban por salir, les tocó decidir si se arriesgaban o no. Muchos optaron por lo segundo: no viajar.
Los que pudieron volar llegaron, sí, aunque pagando el precio de unos tiquetes costosos y, en muchos casos, inalcanzables. Pero quienes se movilizan por tierra, por economía o por costumbre, se quedaron con las maletas hechas y el corazón partido.
La ciudad se vistió de Semana Santa, pero hubo casas con sillas vacías y platos sin servir. Hubo oraciones con nombres ausentes, y lágrimas discretas por los abrazos que no fueron. La violencia nos arrebató, otra vez, una oportunidad de estar juntos.
Mientras la Gobernación y la Alcaldía anunciaban operativos, planes de seguridad y acompañamientos, el eco del atentado retumbaba con más fuerza en las decisiones íntimas de quienes no vinieron. Y en los que sí llegaron, el miedo se coló como un huésped más en la celebración.
Esta no fue, para muchos, una semana de descanso ni de reflexión. Fue una semana de nostalgia. Una Semana Santa sin los suyos. Sin la voz de la abuela, sin los pasos del hermano, sin los juegos de los primos, sin el abrazo que calma.
Ojalá las próximas Semanas Santas sean distintas. Que la seguridad no sea una promesa, sino una garantía. Que la paz no sea una palabra en discursos, sino una vivencia en las carreteras. Y que la tristeza de los que no vinieron, no vuelva a repetirse. Porque el reencuentro es, también, una forma de fe.