“El cuerpo no es una cosa, es una situación: es nuestro modo de estar en el mundo”, escribió Simone de Beauvoir. ¿Qué sucede cuando ese modo de estar se convierte en una forma de ser leído, deseado, censurado o recordado por otros? ¿En qué punto el cuerpo se transforma en una puerta hacia la otredad?
Mi cuerpo es mi frontera. Una piel que separa y, al mismo tiempo, invita. Un espacio donde termina lo que llamo yo y empieza el eco de las miradas, las manos, las sensaciones ajenas. A veces me he sentido dentro de mí. Otras, me he visto desde afuera: como cuando te miran demasiado tiempo, te describen el rastro que dejaste o recuerdas una caricia como si aún vibrara en la piel.
Crecí en un colegio religioso, donde la modestia era virtud y el cuerpo, sospecha. Nos cubríamos los hombros con saco y el escote con jardineras largas. Recuerdo sentirme bien haciéndolo —había algo bello en cuidar la forma—, pero también algo no dicho que hacía ruido: mostrar era provocar, el deseo era un problema.
Había orgullo en ser “modesta”, pero también miedo. Miedo a las miradas, al juicio. Y mientras tanto, mi cuerpo cambiaba. Crecía. Ocupaba más espacio. Se hacía presente, sobre todo a través de la sensación de separación del resto.
Nadie me explicó por qué cubrirse podía sentirse como dignidad un día y culpa al siguiente.
Aprendí a sentarme con las piernas cruzadas, a pasar desapercibida, a medir el largo de mi falda con mi valor. Sin embargo, algo en mí seguía respirando debajo de la tela. Algo que no era pecado, aunque así lo pareciera.
Era simplemente yo habitándome.
Un día, sin darme cuenta, entendí que no se trataba solo de cubrir o descubrir el cuerpo, sino de reconocer que yo era cuerpo, y que este hecho me hacía sentir próxima pero lejana de los otros.
Sentí placer en moverme con libertad, bailar sola, dejar que mi cuerpo fuera más que una silueta. Me descubrí conociéndome sin vergüenza, y en ese reconocimiento apareció otra forma de existir: conectar.
¿Cómo se alcanza al otro desde la mismidad?
A través del deseo.
No para poseer ni completarse, sino para tocar en la diferencia. Para acercarse sin borrar la línea. Para decir: te veo, te siento, no te entiendo del todo —y justamente por eso, me importas.
El deseo, cuando nace del cuerpo habitado, no busca absorber. Busca resonancia. Quiere que dos mundos se rocen sin dejar de ser distintos. Es vulnerabilidad, sí, pero también fuerza. Porque hay algo profundamente valiente en permitir que otro de verdad te mire.
Y así, tocar —a veces literalmente o desde la palabra y el silencio— se vuelve un acto de ternura radical. De respeto por el otro, y también de reafirmación en lo propio.
Pero ningún encuentro es permanente. Cuando el otro se va lo que queda no es ausencia, sino rastro. El cuerpo recuerda. No como archivo, sino como atmósfera. Tal vez una vibración que se instala, un cosquilleo que aún guarda una conversación.
Hay sensaciones en nuestro cuerpo en la relación con el otro que no se ven pero se sienten: un olor o una canción que interrumpe la respiración por un segundo. El cuerpo guarda lo que fue, lo que no fue, y lo que se deseó aunque no haya llegado a tocarse.
Recordamos al otro en su cuerpo: el modo de mover las manos, las risas contenidas, el ritmo de sus pasos, cómo se encogía de hombros al contar algo vulnerable. No son solo gestos: son formas de existir. Presencias que nos atraviesan.
Al final, eso es la alteridad: la huella del otro que no se copia ni se retiene, pero que vive en nosotros como una coreografía leve.
Y así, mi cuerpo es testigo silencioso de lo vivido. No necesito traducir cada memoria para saber que están ahí. Porque están. Porque fui tocada —por miradas, por palabras, por gestos— y porque también toqué. He aprendido a habitarme pero no como quien ocupa una casa prestada.
Nuestro cuerpo no es solo frontera: es puente. Es historia. Es el lugar donde ocurrieron todas nuestras versiones, incluso las que aún no se han escrito.