Ser mujer ha sido, un acto de negociación con las concepciones ajenas. Desde la teoría feminista, hemos aprendido que la identidad femenina no es un destino biológico, ni un molde predefinido, sino un terreno de disputa y de elección. La alteridad, entendida como el reconocimiento del otro en su singularidad, es fundamental en este proceso: ser mujer no debería significar encajar en una única definición, sino tener la libertad de elegir entre múltiples caminos sin que esa elección implique sometimiento.
Para Simone de Beauvoir era claro: “no se nace mujer, se llega a serlo”, una frase que ha sido interpretada como denuncia a la opresión, pero también como la posibilidad de la construcción individual. En su tiempo, las feministas de la segunda ola lucharon por abrir puertas: el derecho al trabajo, al voto, a la autonomía sobre el cuerpo. Pero con cada batalla ganada nacieron nuevas preguntas: ¿qué hacemos con esa libertad? ¿Cómo ejercemos la posibilidad de elegir, sin caer en nuevas imposiciones disfrazadas de emancipación?
El feminismo ha atravesado múltiples transformaciones. Si el feminismo radical de los setenta denunciaba el patriarcado como estructura que regulaba la vida de las mujeres en todos los ámbitos, el feminismo de la diferencia reivindicó la experiencia sin reducirla a un modelo único. Despues, en la tercera ola, a través de Judith Butler, problematizó la noción de identidad de género, señalando que las categorías de “mujer” y “hombre” son construcciones impuestas socialmente.
Pero en medio de estos debates altamente teóricos, una cotidianidad permanece vigente: seguimos enfrentándonos a la imposición de roles. El problema ya no es que se nos nieguen ciertas posibilidades, sino que tal vez incluso la noción de “libertad” puede usarse para trazar nuevas fronteras. ¿Es menos libre la mujer que decide ser ama de casa que la que elige su carrera por encima de todo? ¿Es más feminista la que se aleja de la maternidad que aquella que la abraza con plena conciencia? Estas preguntas no deberían dividirnos, aunque lo hacen, son una oportunidad para darnos cuenta que la apuesta feminista es la autonomía real, basada en el conocimiento, la reflexión y la posibilidad de decidir sin coacción.
Aquí es donde la concepción de cada una como ser único dentro del feminismo se vuelve crucial. Nos exige reconocer que cada mujer es un mundo propio, con su historia, contexto y deseos. La lucha no debería ser para que todas sigamos un mismo modelo de emancipación, sino para que cada una tenga el derecho de construir su camino sin ser reducida a un estereotipo, sin ser vista como una traidora por elegir un rol que otras rechazan, sin ser objeto de vigilancia por parte del sistema que dice protegerla. Porque qué ironía que algunos ahora quieran decidir por nosotras qué es “ser verdaderamente libres”, como si necesitáramos un nuevo manual de instrucciones.
El feminismo no es una receta única, ni una lista de requisitos para pertenecer. Es una apuesta por el respeto a la diversidad de experiencias femeninas y una exigencia a que esas elecciones sean informadas, libres y protegidas. No hay una única forma de ser mujer, así como no hay una única forma de habitar. Y si el mundo ha insistido en definirnos desde afuera, entonces el acto más radical es reclamarnos desde adentro, desde la complejidad de nosotras mismas.
Esto no significa que el camino sea fácil. Decidir por nosotras sigue siendo un acto disruptivo, el mundo no se cansa de darnos direcciones, como si nuestro libre albedrío fuera una prueba beta qué necesita constantes actualizaciones. Por eso, insistir en nuestra autonomía no es capricho ni terquedad, es necesidad. No queremos que nos digan quiénes somos, sino serlo sin permiso, sin prejuicios, sin expectativas y sin la eterna justificación de que estamos rompiendo algo que, para ser honestas, ya estaba roto antes de que llegáramos.
Que cada mujer sea lo que quiera ser. Pero que lo sea con la certeza de que su elección no es un deber, sino un derecho. Que no es una concesión del mundo, sino una conquista propia. Que la libertad no es el destino final, sino la posibilidad constante de volver a elegir. Y que si a alguien desde la orilla que sea le incomoda esa idea, bueno… que se acomode. No tenemos porque reducirnos para caber en espacios donde decidimos no pertenecer.