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Alteridad Manual de Supervivencia 4

Memoria

En El olvido que seremos, el olvido—lo contrario a la memoria—se presenta como una fuerza inexorable que amenaza con borrar la existencia y el legado de los que amamos. Pero el olvido no solo borra nombres y fechas; también desafía la manera en que el otro nos toca desde su otredad. La alteridad, que alguna vez fue presencia, se disuelve en la ausencia, y lo único que queda es la memoria: ese archivo selectivo que nos empeñamos en llenar con los rostros, las voces y los gestos del otro. La alteridad no solo se experimenta en el presente, sino que se perpetúa en el recuerdo. Y es ahí donde comienza el problema: ¿cuánto del otro sigue vivo en nosotros y cuánto hemos inventado para justificarlo?

No nos engañemos: la memoria no es confiable. Es una versión editada de los hechos, una especie de director’s cut que cambia según quién lo cuente. Derrida decía que la memoria no es un simple almacenamiento de información, sino un proceso de escritura y reescritura constante. Lo que recordamos del otro no es el otro, sino nuestra interpretación de él.

Paul Ricoeur lo lleva más lejos al señalar que la memoria es siempre narrativa: recordamos en función de los relatos que nos contamos a nosotros mismos y a los demás. La alteridad en la memoria, entonces, es doblemente frágil: el otro no solo existe en nuestro recuerdo, sino en la forma en que lo contamos. La memoria es siempre reconstrucción, nunca un archivo neutral.

La memoria puede ser selectiva: nos deja con la versión que más conviene a nuestro relato, pero a veces no necesariamente con la verdad.

Hay quienes tienen el don de olvidar con la rapidez de un anuncio en YouTube. Otros, en cambio, llevan la memoria como una piedra en el zapato, una presencia insistente que se niega a disolverse. Freud hablaba de la represión como mecanismo de defensa, pero lo que no dijo es que la memoria tiene un sentido del humor retorcido: lo que reprimimos regresa cuando menos lo esperamos, generalmente tipo 3 a.m. mientras luchamos desesperadamente por dormir.

La memoria también es vengativa. Puede hacer difícil acceder a los detalles más importantes de un examen, pero nunca dejará que olvides el mensaje de voz ridículo que enviaste en 2017. De alguna manera, lo que queremos olvidar insiste en quedarse, y lo que quisiéramos recordar con nitidez se va desdibujando.

Pero la memoria no solo está en la mente. Está en el cuerpo. En el modo en que inclinamos la cabeza cuando escuchamos, en la risa que inconscientemente copiamos, en la forma en que repetimos frases que habíamos pensado nunca decir. Merleau-Ponty afirmaba que el cuerpo es el primer espacio de la memoria: lo que hemos tocado, sentido y experimentado deja una huella en nuestra manera de estar en el mundo

Así que no, el otro nunca desaparece del todo. Se queda en nuestras manos, en nuestros gestos, en la forma en que preparamos aquel plato de comida porque así le gustaba a alguien más. Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos en el que el otro se multiplica, se deforma y se nos escapa. La alteridad es, en última instancia, un tatuaje que nos hacemos sin darnos cuenta.

El problema de la memoria es que no nos deja negociar con ella. Lo que olvidamos a veces vuelve disfrazado de intuición, de un déjà vu molesto o de una canción que nos hace sentir cosas que no queremos sentir. Y ahí es cuando nos damos cuenta: la alteridad no termina cuando el otro se va, sino cuando ya no podemos recordar por qué fue importante.

Hasta entonces, estamos condenados a ser la suma de todos los otros que hemos encontrado en el camino. Y eso, aunque suene dramático, también es una forma de supervivencia.

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