Juan Pablo Matta Casas
Julio es, para quienes creemos en la patria como un proyecto de orden, libertad y responsabilidad, mucho más que una fecha simbólica. Es el mes que nos recuerda por qué Colombia merece ser defendida, respetada y proyectada con grandeza. En tiempos de confusión ideológica, de relativismo moral y de narrativas que buscan desprestigiar nuestras instituciones, julio se levanta como un llamado a reafirmar los valores que han sostenido a la República durante más de dos siglos: el respeto por la ley, el sacrificio por el bien común, el orgullo por nuestros símbolos patrios y la gratitud profunda con quienes han dado su vida por proteger lo que otros pretenden desmantelar desde la comodidad del discurso.
No hay nación sin símbolos. Y nuestros símbolos, la bandera, el escudo y el himno, no son meros adornos para fechas especiales. Son expresión viva de una historia compartida, de una identidad que se ha forjado con esfuerzo y sangre. La bandera tricolor, por ejemplo, no fue diseñada para decorar redes sociales ni para ondear solo en partidos de fútbol. Representa la riqueza de nuestra tierra, la soberanía sobre nuestros mares y cielos, y, sobre todo, el sacrificio de miles de compatriotas que han muerto defendiendo nuestras libertades. Cada vez que alguien la quema o la pisotea, no está protestando: está insultando a generaciones enteras que construyeron esta nación a pulso.
El escudo, con el cóndor que alza vuelo sobre el lema “Libertad y Orden”, condensa el modelo de república que creemos necesario defender. Porque sin orden no hay libertad. Porque el Estado no puede rendirse ante la violencia, ni agachar la cabeza ante quienes imponen su voluntad con bloqueos, armas o chantajes emocionales. La libertad no es anarquía. Es el derecho a vivir sin miedo, bajo normas claras, con instituciones fuertes y con la certeza de que el bien se premia y el delito se castiga. Quienes desde ciertas ideologías quieren reinterpretar estos principios como “autoritarismo”, lo hacen porque en el fondo desprecian el modelo republicano y anhelan el poder sin límites.
Cada vez que entonamos “¡Oh gloria inmarcesible!”, lo hacemos en nombre de una historia de resistencia y de unidad. No es una canción cualquiera. Es un grito colectivo que rechaza la esclavitud en todas sus formas, pero también el resentimiento y la polarización que algunos buscan sembrar. El himno, como símbolo, nos recuerda que la patria no se construye desde la rabia, sino desde la responsabilidad. Desde el deber. Desde el compromiso cívico de servir y no solo de exigir.
Julio también es el mes para honrar a nuestros soldados y policías. A esos hombres y mujeres que, con uniforme y principios, enfrentan el crimen, el terrorismo, el narcotráfico y la amenaza permanente de quienes quieren ver al país arrodillado. Son ellos los verdaderos héroes de esta República. No los que gritan en las plazas incendiando el discurso nacional. No los que convierten el odio de clases en programa político. No los que justifican la violencia con narrativas de “reivindicación”. Honrar a nuestra Fuerza Pública es reconocer que la democracia no se sostiene sola: necesita guardianes que la defiendan con disciplina y valor.
Colombia, si se mantiene firme en sus valores republicanos, en su respeto por la propiedad privada, en su economía de mercado con responsabilidad social, en su institucionalidad democrática, está llamada a ser una potencia regional. Tenemos todo para lograrlo: talento, ubicación estratégica, recursos naturales, diversidad cultural y juventud vibrante. Pero eso solo será posible si cerramos la puerta a los modelos populistas que prometen soluciones fáciles a problemas complejos, que distribuyen pobreza en nombre de la igualdad y que dividen al país en víctimas y enemigos, sembrando odio entre hermanos.
Julio nos convoca a despertar. A defender lo que somos. A recuperar el sentido de orgullo nacional que algunos han querido sustituir por vergüenza ideológica. A reafirmar que esta nación no puede ser rehén de agendas internacionales ajenas, de dogmas marxistas trasnochados, ni de experimentos políticos que han fracasado dondequiera que se han intentado.
La patria no es un relato del pasado. Es una promesa del futuro. Y esa promesa, hay que defenderla.