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Carta al Señor Presidente de la República de Colombia, Gustavo Petro Urrego

Usted no sabe quién soy yo, no tiene por qué saberlo. Millones de colombianas como yo, hemos crecido en barrios marginales y nos hemos formado en la educación pública, hasta alcanzar diversos niveles entre el básico y el superior.

Por: Teresa Consuelo Cardona Guerrero.

Atento saludo, respetado presidente.

Usted no sabe quién soy yo, no tiene por qué saberlo. Millones de colombianas como yo, hemos crecido en barrios marginales y nos hemos formado en la educación pública, hasta alcanzar diversos niveles entre el básico y el superior. Millones de mujeres en Colombia hemos logrado llegar a la adultez y a la edad mayor, a pesar del país por el que hemos transitado, tan carente de respeto, tan ausente de derechos, tan ajeno a nuestras almas.

Millones de mujeres en todo el territorio nacional, hemos procurado mantener la cordura, a pesar de la demencial cultura que se ha instalado en todos los rincones de la mano de una codicia insaciable y del desprecio por la vida, para darles a nuestros hijos, un poco de esperanza. Así que, presidente, soy una más. Pero no una menos. Y por eso usted, a lo sumo, sabrá que pertenezco a este enjambre que poliniza los sueños para que florezcan en un país fértil. Con eso me doy por bien servida.

Le escribo, no en nombre de los millones de mujeres, sino entendiendo que hay millones de nosotras que le quisieran expresar sus sentimientos y sensaciones en esta hora en que, pese a todo lo que usted ilumina, los nubarrones se proyectan sobre las praderas y las montañas, como si fueran manchas que se deslizan sigilosas, con el decidido propósito de opacar el brillo que debería notarse siempre.

Han pasado más de mil días, desde cuando lo vimos a usted vestirse con la banda presidencial, y el recuerdo de ese momento todavía eriza nuestras pieles y se derrama en nuestras mejillas, mientras intentamos disimularlas con las risas felices y el eco vibrante de las manos que crepitan la dicha incontenible de un pueblo que, por fin, puso a uno de los suyos en el solio de Bolívar.

Han pasado más de mil días con sus horas, algunas muy emocionantes en las que ha podido cumplir su palabra empeñada, en las que usted se ha podido ver en los ojos de una anciana que por fin recupera la tierra que le fue expoliada desde que era joven, en las que ha podido disfrutar de la sonrisa de un niño que es arrancado a la miseria, en las que ha podido sentir la esperanza de un joven que por fin puede pensar en su educación. Horas en las que ha tomado las riendas con firmeza, para llevar el alocado corcel que es el Estado hacia pastos más amables en los que no les esperan las víboras.

Pero como mujer sé que esos mil días han sido un desafío a su existencia. No sólo porque en todos los recintos de poder se tejen conspiraciones, algunas de ellas verdaderamente pérfidas en las que la deslealtad y la traición se esponjan hasta abarcar todo el espacio disponible, sino especialmente, porque intuyéndolo a partir de sus pasos y sus obras, puedo imaginar su asfixia, su asco, su dolor, y la enorme y terrible desgarradura de su alma delante de lo que tradicionalmente existe y usted, a toda costa, con valentía y coraje, ha decidido enfrentar, rechazar, repeler de lo público, alejando de los compatriotas más vulnerables y vulnerados, la costumbre de los privilegiados de despojarlos de todo lo posible.

Señor presidente, sabemos que usted enfrenta muchas amenazas, unas a la democracia, otras a su programa de gobierno, algunas más a sus sueños de defender la justicia social, ambiental y de género. Las amenazas hacen parte del paisaje colombiano, se camuflan entre las hojas de plátano o de café, saltan como jaguares, vuelan como buitres y marcan territorio como monos nocturnos. Y en su desempeño, desarticulan la cotidianeidad, destruyen los proyectos y arruinan las esperanzas. Las de Colombia, lo sabemos bien, no son en vano y no pretenden asustar, sino exterminar antes, incluso, de tirar del gatillo.

Escuché sus palabras en el juicio oral que se desarrolla por las amenazas de muerte proferidas en su contra, amenazas que es inútil calificar, porque palabras como crueles, despiadadas, sádicas o atroces no alcanzan a describir la inhumanidad que habita en el corazón de quien pudo escribirlas y publicarlas. Pero lo que realmente importa para esta misiva, es su frase “No tengo hogar en este momento porque estoy bajo amenaza de muerte, aún declarando ante usted, señor juez, me pueden matar”. No tener hogar porque las personas que deberían encender la llama y mantener atizado ese espacio central para la familia podrían morir si se acercan a usted, es terriblemente doloroso. Sin hogar, el frío se pasea por los pliegues del alma, dejando en vacío la extraordinaria emoción de la evolución humana que se hizo en torno al fuego. Sin el hogar es más difícil moldearse y es imposible enriquecer el espíritu que se intensifica cuando se cocina a fuego lento. Sin hogar, la vida se queda sin sabores, sin aromas, sin los dulces fantasmas que danzan en torno al fuego y que nos acompañarán eternamente mientras podamos recordarlos. Usted, señor presidente, es un hombre sin hogar por lanzarse a la batalla de los días y las horas, luchando por un país que no termina de comprenderlo y por un mundo que aunque lo reconoce, no tiene su valentía para hacer el giro en el sentido correcto. Usted se siente solo en medio de la multitud porque no hay pérdida más grande que la del hogar. Millones de mujeres lo sabemos. Es por ello que hemos estado manteniendo la llama tierna del hogar, reconociendo el papel del fuego en esa organización que llamamos familia, en la construcción amplia de diversas sociedades, en la preparación de los alimentos y en el fortalecimiento de la arcilla que nos define. Con el fuego, es decir, con el hogar, todo tiende a mejorar, ya por la luz, ya por el calor, ya por la calidez de las imágenes que con su ayuda se proyectan, ya porque nos acerca en la búsqueda de apoyo. En los peores momentos de la vida, ha sido el fuego que emana del hogar el que nos ha devuelto la esperanza bajo los alimentos, sobre una lámpara, en la oscuridad nocturna o en el lado triste donde la soledad se ahuyenta gracias a su danza. También en los momentos felices sobre una torta, en una antorcha, en la fogata, en las fiestas inocentes. En las luchas, el fuego ha estado llevando fuerza a las voces en torno a las ollas comunitarias, en los ojos de los compañeros, en el rostro dorado de las compañeras, en los suspiros que se vuelven grito, en los gritos que se incendian. Pero usted ha perdido el hogar y aunque ello no tiene remedio a corto plazo, quiero que sepa que hay millones de mujeres que comprendemos su pérdida, que entendemos la grieta mortal que lo desgarra y que, nos solidarizamos con usted. Lo queremos vivo, lo queremos alentado por el fuego de su familia, y sobre todo, lo queremos con el alma sana. Sé, sin tener que preguntarlo, que millones de mujeres colombianas, en este momento triste de su existencia, le estamos ofreciendo el hogar que es nuestra nación, atizando desde el Caribe vibrante, desde el Pacífico inmenso, desde los Llanos extensos, desde los territorios milenarios, desde la Amazonía viva, desde los Andes empinados, para que la llama jamás vuelva a extinguirse entre amenazas, despojo y muerte. Y lo hacemos para que la memoria guarde, gracias a la palabra gestada frente al fuego, la historia de dignidad de un presidente íntegro, decoroso y consciente, del que nos sentimos orgullosas. Nuestros hogares se mantienen encendidos con la llama inextinguible de la gratitud hacia usted, señor presidente. Cuente con nosotras, sume los muchos hogares que hemos encendido siempre con esperanza y ahora, gracias a usted, con confianza.

Desde la más honda profundidad del alma, una mujer de las millones de mujeres colombianas que hoy le ofrecemos nuestro abrazo para que no se sienta solo, para que no sienta que no tiene hogar.

Corregimiento Tablones, Palmira, Valle del Cauca, Colombia.

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