Un amigo que no murió, solo se mudó de frecuencia.

Ayer fuimos sorprendidos con la noticia matinal de la muerte de uno de los hombres más queridos de la radio caucana a quién cariñosamente todos conocíamos como El Duende o El Desbaratado. Su agitado corazón nos jugó una última travesura y dejó de palpitar para suspender en sus latidos quietos a un personaje encantador.
Por Antonio María Alarcón Reyna
Alex Camilo murió con el alma llena de salsa y su voz sigue prendida aún en los micrófonos invisibles del aire. Se apagó el corazón del carismático locutor, periodista combativo, bolerista, salsero empedernido, que durante décadas le puso ritmo y conciencia a sus jornadas de radio. Un infarto, dicen los médicos. Pero sus amigos sabemos que fue la vida la que se le desbordó en el pecho.
Un guerrero como él mismo se definía, pues desde niño sufrió las consecuencias de una discapacidad que finalmente se convirtió en una de sus fortalezas para transitar la vida sin morirse en el intento. Se burlaba de sí mismo con una sonora carcajada que desarmaba a quien por burla o por lástima, intentara desajustarlo de sus propósitos.
Su voz era de esas que se quedan, que calan. Aguda, ardorosa, con una risa socarrona que anunciaba que algo fuera de lo común estaba por decirse. No hablaba: disparaba ideas. Denunciaba sin pudor. Lo suyo era el micrófono, pero también la calle, la esquina, la cabina de radio convertida en trinchera. No se le conoció miedo, pero sí pasión; no se le conoció cansancio, pero sí una nostalgia inquebrantable por la justicia, por el pueblo, entendió que la radio era resistencia y no solo entretenimiento.

Era un hombre de voz potente, sabrosa, curtida por años de tarimas donde su pequeña estatura se agigantaba para presentar a Alvaro del Castillo, a Jairo Varela, a Lizandro Meza, solo para mencionar algunos de los tantos cantantes de salsa que presentó en muchas tarimas del sur de Colombia, donde gozaban con sus ocurrencias. Su presencia imponía respeto y alegría desde que agarraba el micrófono: sabía exactamente cómo levantar el ánimo del público, cómo alargar la emoción antes de presentar a una orquesta, cómo armar la bulla para que todos supieran que había fiesta. Algunos consideraban que sus expresiones no eran las mejores para animar una tarima, pues en ocasiones eran pasadas de tono, pero otros adoraban esas manifestaciones populares llenas de picardía y doble sentido.
Se conocía cada detalle de las agrupaciones que presentaba: el nombre del timbalero, el último éxito del vocalista, los apodos de los músicos, las historias de barrio que se tejen entre trombones y congas. Su memoria musical era una enciclopedia salsera con alma popular.
Alex Camilo tenía la chispa del comediante callejero, la lengua suelta de un juglar urbano y la rapidez mental de un improvisador. Soltaba frases que hacían reír al público, lanzaba indirectas muy directas, coqueteaba con las señoras de primera fila, y se burlaba con cariño de los bailarines ebrios que se equivocaban de paso.

Cada presentación era una mezcla de entusiasmo, picardía y reverencia por la música. No solo anunciaba orquestas, las bautiza con fervor: “¡Con ustedes… la maquinaria pesada de la salsa… los que hacen que hasta las piedras bailen…!” y todos lo esperábamos tanto como a los músicos, pues El Duende sabía ser el oráculo en los conciertos, armaba la fiesta desde su lengua “pringamosera”, saludaba y “boleteaba” a sus amigos y cuando se bajaba de la tarima, dejaba un eco de alegría en el aire, con el que insuflaban los cantantes de las orquestas para que los que estábamos en el público, no perdiéramos la alegría y el jolgorio.
Alex organizaba sus propios eventos para “ponerle la trampa al peso panita, porque esta vaina está muy dura y toca rebuscarse. No entiendo a los políticos que llegan a gobernar y se les olvida que los medios de comunicación necesitamos su apoyo, no su regalo ni su colaboración, como me dicen algunos. Yo no voy a pedir limosna, voy a ofrecer mis servicios profesionales y eso merece respeto viejo Toño y por eso ya no toco esas puertas y mejor organizo mis rumbas con particulares y cada año armo el encuentro de boleros y como dicen ahora, me reinvento para poder subsistir y llevar la remesa a mi parche familiar. Así es esta vuelta mi pana, pero ahí vamos” fue lo último que me contó hace un par de semanas que nos vimos.
Lo conocí trabajando en la Voz de Belalcázar donde mezclaba salsa y boleros, hacía concursos al aire y sacudía a Popayán con ese programa que era una mezcla de salsa brava, boleros dolorosos, noticias punzantes y palabras que dolían como verdades lanzadas a la cara. Luego trabajó en varias emisoras e incluso hubo un tiempo en que se fue a explorar en Cali, sin embargo, la nostalgia por su ciudad blanca lo trajo de retorno, pero con mas calle con más experiencia. Alex Camilo tenía la sabiduría callejera, pues amaba el barrio, la esquina, el bafle en la ventana, el borracho que llamaba a pedir su canción. Donde hubiera un guaguancó, ahí estaba. Donde hubiera injusticia, también.

Tuve la fortuna de ser uno de sus compañeros de pupitre cuando hace unos años armamos un combo en Popayán y cada sábado durante tres semestres, teníamos que viajar a la sede universitaria de Santander de Quilichao o a Cali para prepararnos en este oficio de comunicar. Fueron muchos sábados de aprendizajes, de discusiones profundas, de análisis de contextos donde Alex mas que un alumno, era una voz poderosa que siempre invocaba el derecho a la igualdad en discusiones que empezaban en la clase y terminaban en el bus de regreso.
Hoy en muchas casas, La Voz, emisora que dirigía Alex Camilo, quedó encendida esperando su voz, pero en su lugar, sonó un bolero triste, de esos que alguna vez puso para despedir a otro compañero caído. Los amigos cercanos lo lloraron sin disimulo, los colegas lo citamos sin cesar, y su silla en la cabina quedó vacía, como una herida abierta. El amigo se fue, pero nos dejó su eco y todos sabemos que no ha muerto, porque los hombres como Alex Camilo, no mueren: solo se mudan de frecuencia.