El 21 de mayo, se celebra el Día de la Afrocolombianidad. Y digo celebra, con el mismo tono en que se dice finge.

Por Juan Manuel Rincón
El 21 de mayo, se celebra el Día de la Afrocolombianidad. Y digo celebra, con el mismo tono en que se dice finge. Porque mientras bailamos, se revelan cifras de su creciente vulnerabilidad, mientras cantamos surgen gritos para que nos los censuren, ni silencien, mientras cocinamos para que no les arranquen sus raíces, seguimos esperando justicia en lugar de aplausos vacíos.
En Colombia, los pueblos afrodescendientes no son minoría: son memoria. Han dado al país su música, su ritmo, su sazón, su piel dorada por soles viejos y resistentes. Han llenado nuestras plazas con currulao, marimba, tambora y bullerengue. Desde la voz de Totó la Momposina, hasta el arte indómito de Petrona Martínez y Teresita Gómez, desde el verso encendido de Mary Grueso Romero hasta los pasos firmes de las danzas afro del Pacífico, su herencia cultural sostiene este país que tantas veces les ha negado incluso el derecho al suelo que pisan.
Desde las cocinas de Guapi y Timbiquí hasta los escenarios de Bogotá, la herencia africana canta en cada cucharada de arroz con camarón o piangua, en cada cucharón de encocado, en cada sancocho de pescado que no sólo alimenta el cuerpo, sino la dignidad.
En la danza, son río. En la música, son trueno. En el teatro, son grito. En la literatura, son memoria hablada, en resistencia permanente. Lo que Colombia le debe al pueblo afrodescendiente es impagable, pero ni siquiera se intenta saldar la deuda.
En el Cauca y en Popayán, tierra de blancos muros y memorias negras, nacieron voces como la de Hugo Candelario González, que con su marimba ha tejido puentes entre el Pacífico profundo y los auditorios del mundo. Artistas como Leonor González Mina, la “negra grande de Colombia”, han sido estandarte de una identidad que muchos intentaron blanquear a punta de desprecio. Y sin embargo, ahí están, de pie, cantando su historia sin pedir permiso.

Pero Popayán, la ciudad que se envuelve en pálidos pergaminos y discursos de inclusión, no ha cumplido con su palabra. El actual alcalde, en su campaña, prometió dignificar la vida afrodescendiente en esta ciudad de contrastes. En diciembre de 2024, firmó el acta de compromiso “alianza con la población afrodescendiente” con representantes de esta comunidad que le solicitaban acciones reales desde las secretarías, de gestión con rostro humano, que les cediera un espacio de la administración municipal en comodato para que las expresiones culturales de la población afrodescendiente tuvieran un hogar, una raíz concreta en esta ciudad de raíces coloniales. Sin embargo, el pusilánime mandatario habló, firmó, pero no ejecutó.
“No hay presupuesto”, no hay voluntad, no hay casa para la cultura afro. Sólo hay excusas, postergaciones y mesas vacías. La empleabilidad prometida no llega, los emprendimientos se marchitan como plantas sin agua. Incluso, el presupuesto de la secretaría de cultura y turismo que se aprobó para organizar el Festival de las Artes y la Cultura Afro 2025 se desapareció.
¿Hasta cuándo?

El tambor sigue sonando, aunque lo ignoren. Su eco en las calles, en las cocinas, en los cuerpos que danzan y en las bocas que aún se atreven a cantar, es más verdadero que cualquier discurso oficial. Porque el pueblo afro no pide limosnas: exige memoria, exige respeto, exige verdad.
Este día no debería ser solo una efeméride. Debería ser un espejo. Y en él Popayán, el Cauca y Colombia entera debería ver su historia negra, profunda, digna, reclamando el lugar que nunca debió negársele.
Porque el tambor y la marimba no olvidan. Aunque el poder finja que no escucha.