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Los grandes que le cantaron a la Ciudad Blanca – Carmen Paredes Pardo (Paye) – (1907 – 1980)

Carmen habitaba uno de esos caserones blancos con grandes balcones que los rodeaban como una fortaleza, y que se erigían orgullosos en el centro de la ciudad de los próceres que, con lealtad inquebrantable, guarda secretos milenarios de sus habitantes

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Es uno de los recuerdos de la infancia que con más claridad, a menudo, viene a mi memoria: el abuelo trabajaba en la Universidad del Cauca y yo, varias veces a la semana, —por no decir que todos los días—, le pedía que me llevara con él. En la tarde, después de la jornada, algunas veces me decía: “Vamos a pasar a saludar a Carmen” y, cuando él no lo hacía, era yo quien se lo pedía, la hermana de Vicente, Luz y Jaime Paredes Pardo, seres muy cercanos a los afectos del abuelo, y con quienes él compartió inolvidables ratos.

Carmen habitaba uno de esos caserones blancos con grandes balcones que los rodeaban como una fortaleza, y que se erigían orgullosos en el centro de la ciudad de los próceres que, con lealtad inquebrantable, guarda secretos milenarios de sus habitantes. Era una mujer enigmática; con una expresión de tristeza en su rostro que no la abandonó nunca; conservadora para vestir, con ropa de su época, de colores oscuros la mayoría de las veces; con mucha clase; hablaba bajo y despacio: como si pensara dos veces cada palabra que iba a pronunciar. Yo la llamaría, sin temor a equivocarme, “la diosa de la melancolía”. Recuerdo que me sentaba en sus faldas, y me embrujaba con su mirada insondable e indescriptible, mientras me contaba cuentos, que más parecían historias, y que yo escuchaba con especial atención; lejos de imaginar que en el futuro se convertiría en una de mis poetisas favoritas, quizás en la más admirada.

Su vida estuvo marcada por el infortunio, la soledad, los amores imposibles y los desamores, que se convirtieron en su más fehaciente inspiración y que la llevaron a plasmar, en sus versos, su infinita melancolía; hasta que cualquier día, irónicamente, murió en el lugar equivocado, ──donde moran los enajenados─, cuando era solo un alma atormentada, invadida de realidad.

Con el tiempo me dediqué a buscar su obra y pude rescatar jirones de ella: devoraba ávidamente algunos de sus escritos que encontraba en casa del abuelo en hojas sueltas, y después, en algunas publicaciones que hizo Mario Pachahoa en una página sobre Popayán que él dirigía. El verdadero logro en mi empeño surgió cuando Clara Constaín, prima de Carmen, me contó que la periodista y escritora, Sophia Rodríguez, hija del gran poeta payanés, Ricardo León Rodríguez Arce, ──a quien dediqué uno de mis artículos pasados──, había coordinado, con un par de sobrinos de la poetisa, la recopilación de su obra en un libro. Mi alegría fue doble: por un lado, esa excepcional mujer merecía tal reconocimiento y por el otro, el mundo iba a tener la oportunidad de conocer la inigualable “oda a la nostalgia” que era su creación literaria. Tuve la paciencia necesaria para esperar el gran día y, una vez llegó, me comuniqué con la Librería Nacional para que me lo hiciera llegar lo más pronto posible. Creo que ellos percibieron o adivinaron mi ansiedad, porque lo recibí en un par de días, a pesar de que era un envío internacional. No lo podía creer; lo miraba por todos lados y lo hojeaba sin lograr convencerme de que al fin dicha recopilación era una realidad y, que además, estaba en mis manos. A medida que iba leyendo y releyendo cada uno de sus poemas, me maravillaba más de ver cómo Paye replicaba en cada verso sus sentimientos y los volcaba con exactitud quirúrgica sobre el papel.

Guillermo Borrero, el gran dramaturgo, primo de Carmen, escribió una espectacular obra de teatro en honor a ella, “A la sombra del Volcán”, que fue representada con éxito por la inigualable Alejandra Borrero ──sobrina de Guillermo──, reconocida actriz del arte dramático de nuestro país.

Antonio Borrero, quien era el mejor amigo de Edgar Bustamante, murió muy joven. Ese infausto evento hizo que el hermano de Antonio, Guillermo, y Edgar, se convirtieran en amigos entrañables y compartieran inolvidables momentos con Carmen, los que Edgar rememora en esta hermosa semblanza como un homenaje a su vida.

“La ciudad de los pasos perdidos

Por Edgar Bustamante Delgado, a raíz de la muerte de la poetisa payanesa Carmen Paredes Pardo (Paye)

Hoy, en mi ausencia —física pero no espiritual—, una pieza de teatro (A la sombra del volcán) recuerda la entrañable figura de Paye. 

Guillermo Borrero es el culpable de esta exhumación. Y se volverán a oír los pasos de Paye midiendo, lánguidamente, las calles de Popayán. Y volveremos a escuchar su voz quebrada, como el fino cristal que se rompe mil veces, en los brindis por la poesía y por la vida. 

Quienes brindábamos con la vieja dama éramos, entonces, dos muchachos provincianos (Guillermo, el hijo de Carmenza; y Edgar, el hijo de Maese) que tenían los ojos muy abiertos y soñaban con ciudades lejanas, con grandes espacios propicios para el progreso humano e intelectual. 

La enorme escalera de la casa de los Paredes que ascendía hasta el corredor del segundo piso, donde Carmen -rodeada de recortes de periódico pegados en la pared- se sentaba en un sillón con las piernas encaramadas en la barandilla, era un camino hacia una cierta libertad, hacia un incomprensible aliento que su figura, estática, nos proporcionaba. Tal vez el contraste de su quietud, de su «y yo aquí», nos hacía crecer las alas y los deseos de expansión. 

Viajera inmóvil, viajera del espíritu, hizo suyo el poema de Kavafis: 

No hallarás nuevas tierras. No hallarás otros mares.

La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles.

Y en los mismos barrios te harás viejo;

y entre las mismas paredes irás encaneciendo.

Siempre llegarás a esta ciudad.

Para otra tierra —no lo esperes —, no tienes barco, no hay camino.

¿De qué hablábamos con Paye? De literatura, de arte, de historias inventadas por ella. De viajes que nunca hizo pero que recordaba con exactitud. De antiguos amores que formaba con recortes de periódico y retazos de vidas ajenas que cosía con primor en su colcha de sueños. Todo al calor de la amistad, de buen brandy español y de canciones de Atahualpa Yupanqui. 

Paye se nos fue, tras una infernal escala —¿necesaria?— en el manicomio. Cambió la sombra del Puracé por la del Galeras. «Bajo el volcán», su sino, como el cónsul dipsómano de la novela de Malcolm Lowry. 

Aquellos muchachos provincianos que disfrutaban de Paye y sus historias dejaron —hace muchos años— la ciudad de los pasos perdidos. Hoy regresan, encarnados en esta obra de teatro, cuyo estreno estará presidido por una figura esbelta y distinguida que vagará entre el público, el escenario y los camerinos, proyectando su sombra alargada y bienhechora. Tal vez deje caer a su paso un pañuelo blanco con un poema escrito con sangre y ceniza”.

En el año 2024, la Biblioteca Pública Departamental, “Rafael Maya”, de la cuidad de Popayán, llevó a cabo, en sus instalaciones, un recital como homenaje a las poetisas Matilde Espinosa de Pérez y Carmen Paredes Pardo, ‘Paye’, bajo la acertada moderación de Diego Román Konrad y Elkin Quintero.

“Carmen Paredes Pardo y Matilde Espinosa de Pérez, quienes en vida tuvieron amistad e intercambio poético, hacen parte de las voces más valiosas de las Letras femeninas de Colombia y su legado perdura en el tiempo dando brillo a la Literatura nacional, así como motivando a las nuevas generaciones de lectores y escritores”.

No fue fácil elegir los poemas de Paye para complementar este artículo, pues en cada uno de ellos está la impronta de su inteligencia, su desbordada sensibilidad, su realidad, su nostalgia y su vida que seguirá latente, eternamente, en su obra.

MELANCOLIA DEL PAISAJE

Cielo de mi ciudad, nubes errantes,

mañanas de tenaz melancolía;

rumores de la brisa, ecos distantes,

suave verdor, eterna lejanía.

Noches de mi ciudad, claros diamantes,

estrellas pensativas, luz sin día;

suave aroma de aromas embriagantes,

todo colmado en la extensión vacía.

Calles de mi ciudad, calles desiertas,

grises tejados, sensación de olvido;

tantas cosas que fueron y están muertas,

hoy han vuelto a mi mente, presurosas,

porque el cielo está azul y entristecido

y hay algo de orfandad entre las cosas.

LO INESPERADO

Todo llega y se va, menos mi hastío,

la vida se desliza jubilosa,

y todo corazón, sangrante rosa,

siente colmado su anterior vacío.

Todo llega y se va, menos el frío,

compañero de mi alma silenciosa,

y la sangre fluyente de mi rosa

perdió su ardor y su constante brío.

Y el amor con su entrega y con su olvido

busca el amor con inefable gozo

sobre la ardiente flor cae el rocío.

Los gajos a la siega se han rendido.

Todo llega y se va…. Nada fue mío!

¡Y YO AQUÍ!

¡Y yo aquí!

Transitando la misma encrucijada

donde medita el alma atormentada.

¡Y yo aquí!

Sedienta de verdades,

presa entre el bien y el mal,

destruida;

sola con las congojas y la vida.

¡Y yo aquí!

Siempre aquí…

débil y atada:

¡Al silencio… al olvido… y a la nada!

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