Maya es uno de los poetas payaneses que más reconocimiento ha tenido en las letras nacionales. José Ignacio Bustamante en su libro “La poesía en Popayán” hace, sobre el poeta, la reseña que describo a continuación.
Por: María Isabel Hoyos-Bustamante
“Aprendió sus primeras letras en la escuela de los Hermanos Maristas e ingresó luego al Seminario de esta ciudad, donde inició sus estudios clásicos de literatura. Allí sintió, siendo casi un niño, la primera caricia de las musas y se reveló con “Bíblica”, su primer poema, acogido por la crítica de entonces corno una producción de gran aliento. Pasó luego a la Universidad del Cauca a continuar sus estudios, hasta obtener el título de bachiller que le abrió las puertas de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas.
En lucha estéril y desigual con el medio, envidiado de muchos y desconocido de la mayor parte, abandonó los paisajes ardientes y esplendorosos del Cauca, y caballero en el Pegaso de mejores quimeras, arribó un día a Bogotá. Aquí, la lucha era más fuerte; más amplio y despejado el horizonte, desde luego, pero también más altas las cumbres y más enfurecidos los huracanes para la dificultad del ascenso. La Universidad Nacional se negó a reconocerle los estudios hechos en la del Cauca, por razón de la competencia que existía entre la capital y las provincias.
Decepcionado por este primer golpe, pero no vencido, ante la imposibilidad manifiesta de hacerse a un sillón de abogado, entrevió su destino por encima de los códigos, más allá de las tramoyas jurídicas. Tras largo meditar, buscando un rumbo fijo, apartó definitivamente sus ojos de las vértebras torcidas del inciso y de los músculos paralíticos del parágrafo, que deforman la imagen de la Justicia, para fijarlos con místico arrobamiento en la figura perfecta, dúctil y seductora del radiante Apolo. Escribe “La vida en la sombra”, su primer volumen de poesías; vienen después “El rincón de las imágenes”; “Coros del mediodía”; “Alabanzas del hombre y de la tierra”, y “Después del silencio”, su último libro de poemas dialogados, publicado en 1938”.
Maya, como muchos de los grandes nacidos en el Valle de Pubenza, cantó a su “ciudad lejana”.
CIUDAD LEJANA
(Evocación a Popayán)
Ciudad, ciudad lejana, perdida en la aventura
de algún ensueño heroico. Te adoro a la distancia,
y busco en el celoso confín, con vana instancia,
tus torres que se yerguen venciendo la llanura.
Si penetrar pudiera de nuevo en la frescura
de tus herbosas calles henchidas de fragancia
colonial; ¡si pudiera los sueños de la infancia
juntar en tu regazo cual flores de ternura!
¡Vieja ciudad que olvidas al hijo desterrado!
Tú guardas unos ojos de cuyo fondo viste
borrarse la leyenda de oro de mi pasado.
Rescátame un recuerdo no más, Canaán lejana,
que huyes del horizonte cuando te busca el triste
y surges más remota y azul cada mañana.
Bustamante y Maya fueron buenos amigos y disfrutaban de agradables ratos juntos que amenizaban con su mutua afición por las buenas letras. A continuación comparto con ustedes una foto de ellos en su amado claustro de Santo Domingo; testimonio de su amistad que siempre ocupó un lugar especial en la sala de la casa de los abuelos, y que yo heredé entre muchos de sus valiosos recuerdos.
Maese Bustamante escribía para diversas revistas nacionales e internacionales, entre ellas “Sábado”, de Bogotá, donde publicó un reportaje que le hizo a Maya, para cuyo fin pidió al poeta que elaborara una autobiografía con los eventos de su vida que él quisiera dar a conocer a los lectores. Esta se incluyó en el número 5 de la revista mencionada, con fecha del 14 de agosto de 1943 y después, el autor de “La poesía en Popayán” la usó en su libro para la semblanza sobre Maya.
“Desde los diez años fui muy aficionado a los libros, y aprovechando la magnífica biblioteca de mi padre, leía sin descanso. Contribuía mucho el ambiente familiar. Todos los contertulios de mi padre eran, como él, amantes de la literatura y continuamente los oía recitar los poemas de mi tío Juan Antonio Maya, que el propio Valencia admiraba sinceramente, según lo dejó escrito en página que fue publicada en Bogotá en “El Nuevo Tiempo Literario”.
Desde luego, comencé por los cuentos: Las mil y una noches y toda esa literatura infantil en que la fábula y la leyenda son como una participación del misterio que, ya hombres, ha de sobrecogernos con graves incógnitas. Leí más adelante a Robinson Crusoe, David Copperfield de Dickens, y una novela de Héctor Malot que lleva por título “Sin Familia”, y que entonces estaba muy en boga como lectura para las veladas de hogar. Esto, como le digo, entre los diez y los doce años.
En 1910, poco más o menos, ingresé al Seminario de Popayán. Como es lógico, cambió allí radicalmente mi orientación literaria. De las vagarosas lecturas infantiles pasé a los serios estudios académicos. Fui asiduo estudiante de latín, cuyo director era el distinguido padre holandés Stappers, gran humanista, bajo cuya experta dirección tradujimos las pastorales de Virgilio y la “Epístola a los pisones” de Horacio. Estando en el Seminario cayó por primera vez en mis manos un libro de Rubén Darío, titulado “Rimas”, si mal no recuerdo. Naturalmente, sufrí un choque extraordinario al pasar de las severas musas horacianas a la música arrebatada de Darío. Desde entonces el ilustre poeta nicaragüense se convirtió en una de mis más grandes admiraciones y, como era natural, comencé imitándolo en mis primeros ensayos poéticos.
Por ese mismo tiempo, en una fiesta del Seminario oí recitar a Guillermo Valencia por primera vez. Debutó, en esa ocasión, con Anarkos. Era entonces un poco exagerado en sus maneras, pero su figura excepcional y su voz maravillosa opacaban este pequeño defecto que corrigió con el tiempo hasta llegar a la serenidad del declamador perfecto. Tuve la fortuna de escucharlo después, por esta misma época, en su discurso para la inauguración de la estatua de Caldas que, en mi concepto, es una de las mejores, si no la máxima oración de Valencia.
Pasé luego a la Universidad del Cauca a terminar el bachillerato. Ahí, en realidad, me dediqué de lleno a la lectura: novelas, ensayos, versos. Hipólito Taine, Flaubert, Balzac, Menéndez y Pelayo, D’Annunzio, Víctor Hugo, Baudelaire, Verlaine. . . Muchas veces me sorprendió el alba en estas lecturas, mientras los textos universitarios reposaban olvidados en mi mesa de estudio. Por esa misma época leí los primeros libros de Juan Ramón Jiménez: “Platero y yo”, “Las Pastorales” y “Los Jardines sentimentales”. También a los hermanos Machado y, en fin, a todos los escritores de la generación del 98.
Como lo he dicho antes, cuando cayó en mis manos Darío, lo devoré con verdadera hambre intelectual. En “Los raros” aprendí que también la prosa entraba en el reino de la poesía, y que lo que se había venido llamando “la vil prosa” era solamente una mentira convencional. Me encontré después con Baroja, Martínez Sierra, Unamuno, Villaespesa, etc. Cuando murió en los últimos años de la primera guerra mundial, Rubén Darío, el autor de “Azul” y de “Prosas Profanas”, los intelectuales de Popayán le rendimos un homenaje en el Paraninfo de la Universidad, para el cual escribí un soneto que aún no he recogido en ninguno de mis libros.
Con mis compañeros de generación fundé en el claustro de Santo Domingo la “Academia Caldas”, que tuvo como órgano de publicidad el semanario “La Iniciación”, del que fui director. En este periódico publiqué mis primeros versos: una “Silva” bajo el título de “Bíblica”, un soneto que titulé “Azul” y un artículo en prosa titulado “Antiguos y Modernos”, que era ante todo un estudio sobre la poesía de Valencia, y mi primer ensayo crítico. Todavía estudiante, actué también en otro grupo de carácter social que obraba con el nombre de Círculo de la Juventud Católica, cuyo presidente era el ilustre filósofo y polígloto español don Eladio de Valdenebro y Cisneros, una de las inteligencias más vastas y poderosas que han ilustrado los claustros de nuestra Universidad. Pero mi primer soneto, cuyo nombre he olvidado ya, lo publiqué aquí en “Sursum”, un periódico político que redactaba entonces don Miguel Arroyo Díez.
En el año de 1916 al cumplirse una centuria del fusilamiento de Caldas y de Tones, la prensa local abrió un concurso literario, en prosa y verso, cuyo jurado calificador lo integraban Guillermo Valencia y los doctores Joaquín Rebolledo y Francisco Eduardo Diago. Presentados los trabajos con todas las reglas que se estilaban para esta clase de certámenes, el jurado dictó su fallo, según el cual el primer premio en prosa correspondió a Francisco José Chaux por una bella página que tituló “La voz del pasado”, muy elocuente y de un alto estilo lírico. A mí me correspondió el segundo premio en prosa y el primero en poesía por siete sonetos que presenté al concurso con el título de “Mártires” y que declamé en una espléndida velada que, con motivo del citado aniversario, tuvo lugar en el aula máxima de la Universidad. Ese pequeño triunfo, que fue el primero y que añoro cordialmente, pervive en sendas medallas conmemorativas, una de oro y otra de plata, y en una corona de laurel que aún se conserva intacta en el muro, enmarcando una imagen del Corazón de Jesús, tal como la recibí en esa fecha lejana.
En diciembre de 1919 abandoné los claustros de la Universidad del Cauca y en busca de mejores horizontes, me fui para Bogotá. En esa época la revista Cromos estaba dirigida por el distinguido escritor payanés Miguel Santiago Valencia, íntimo amigo de mi padre y quien, desde luego, me recibió con mucho cariño y puso a mis órdenes las columnas de su revista, en la cual publiqué casi todas las poesías que entraron luego en mi primer volumen de versos: La vida y la sombra. También en la tertulia de Cromos conocí y me relacioné con Eduardo Castillo, José Eustasio Rivera, Miguel Rasch Isla, Luis Eduardo Nieto Caballero, Armando Solano, Luis López de Mesa y, en fin, con casi todos los centenaristas que estaban vinculados a la publicación de Miguel Santiago.
Al mismo tiempo, en la Escuela Nacional de Derecho tuve como condiscípulos a Augusto Ramírez Moreno, José Umaña Bernal, Rafael Bernal Jiménez y Germán Arciniegas. Por la misma época conocí a León de Greiff; a Luis Tejada, el insuperable cronista; a Rendón; a Jorge Zalamea; a Alberto Lleras Camargo; a Alejandro Vallejo, y a Juan Lozano y Lozano. De igual manera, un poco más tarde, a Silvio Villegas, a Eliseo Arango, a Gabriel Turbay, a Jorge Eliécer Gaitán y demás hombres de letras y políticos con quienes intervine en las primeras luchas por la renovación universitaria del país.
Por ahí en el año 25, la generación nueva se organizó literaria y políticamente frente a los centenaristas que, como siempre sucede, tenían el monopolio de todo: De ahí surgió el primer grupo de izquierda, cuyas figuras preeminentes fueron Luis Tejada, Moisés Prieto, Gaitán, Turbay, Alberto Lleras Camargo y Diego Mejía. Por el otro lado, es decir en el ala derecha, se organizó al mismo tiempo el poderoso grupo de “Los leopardos”. Estos grupos trajeron un nuevo acento a la política del país, así como lo trajo a la literatura el grupo literario que se formó bajo el nombre de “Los nuevos”, con algunos de los elementos ya nombrados y con otros que se mantuvieron alejados de la política militante. Este grupo fundó una revista con el título que le servía de bandera, cuya dirección estuvo a cargo de los hermanos Lleras Camargo, Alberto y Felipe, en cuya casa nos reuníamos al principio y más tarde en una oficina de la calle real que alquilamos para el efecto”.
No sería justo terminar sin disfrutar de uno de los hermosos poemas románticos de este extraordinario bardo -uno de mis predilectos-, con cuyos sonetos me deleito a menudo.
OLVIDO
Al fin me has olvidado ¡Qué suave y hondo olvido!
Tras el incierto límite de nuestro oscuro ayer
la estrella que miramos los dos ha descendido
como una dulce lágrima que se rompe al caer.
Y así de tu regazo me alejo entristecido,
cual uno que abandona su campo sin querer,
mirando que tus ojos, como el cristal herido,
prolongan la agonía de un vago atardecer.
Al fin me has olvidado ¡Recónditas congojas!,
en medio del crepúsculo que anubla un vuelo de hojas
callad para que pueda pasar esta mujer.
Y escucharé más tarde, bajo la noche ciega,
posarse el pie enlutado de la que siempre llega
sobre los rastros de esa que nunca ha de volver.