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Julio César Espinosa – El eterno lector de Borges

Fotos suministradas

Con motivo de la conmemoración del Día del Idioma, la Institución Educativa Calibío le brindó un homenaje póstumo al escritor Julio César Espinosa

Por Antonio María Alarcón Reyna

El evento organizado en la institución educativa, fue coordinado por el docente César Samboní, quien además de ser un reconocido poeta y escritor caucano, fue un gran amigo de Julio César Espinosa. Por esta razón fue invitado un grupo de escritores conformado por Guido Enríquez, José Félix Bazante, Edgar Caicedo, Elvio Cáceres y la familia del escritor con el fin de desarrollar una tertulia en homenaje al escritor Espinosa, fallecido el 28 de julio del año 2021.

Así mismo, la institución le entregó una placa de homenaje póstumo al escritor que fue recibida por su esposa Wilma Elcira Villalobos. En el acto participaron además, los miembros de comunidad educativa de la institución.

Quien era Julio César?

Julio César Espinosa Espinosa nació en Cali el 19 de septiembre de 1949, hijo de Roberto Espinosa y Flor Espinosa. Fue el tercero de seis hermanos, parte de una familia profundamente conectada con la cultura, el arte y las raíces de la tierra.

Desde joven demostró una inclinación por las letras, que cultivó con disciplina y pasión. Terminó sus estudios de secundaria en el Colegio Ezequiel Hurtado del municipio de Silvia, Cauca, en 1967. Posteriormente, obtuvo el título de Licenciado en Literatura en la Universidad del Tolima, en 1978.

Como escritor y poeta, dejó un legado literario significativo. Entre sus obras más destacadas se encuentran: En esta esquina (coautor, 1984), En un país nebuloso y sonriente (libro de relatos), Las nietas del tejedor (publicado bajo el seudónimo Jerónimo Gerlein) y Homenaje a las fuentes. Su prosa y poesía se caracterizan por la profundidad espiritual, el juego lúcido del lenguaje y una mirada crítica y a la vez amorosa sobre la vida.

Vivió en Bogotá, Ibagué y en varios municipios de los departamentos del Tolima y del Cauca. Dedicó más de tres décadas a la docencia en el departamento del Tolima, donde formó generaciones enteras con su mirada sabia, exigente y generosa. En su última etapa profesional, regresó al Cauca, donde se pensionó en el municipio de Timbío.

Fue un hombre profundamente espiritual, modesto, con un carácter fuerte pero despojado de vanidades. Amaba las buenas conversaciones, el aroma del café, la cocina sencilla y las tertulias literarias. Se mantuvo alejado de los elogios fáciles y fue siempre un lector y crítico agudo, que enseñaba con rigor, pero también con ternura.

Vivió sus últimos días en la vereda Calibío, junto a su esposa Wilma Elcira Villalobos, en una casa de campo que él mismo ayudó a construir, donde encontró paz entre la naturaleza, palabras y memorias. Dejó una familia amorosa: cinco hijos (cuatro mujeres y un varón) y diez nietos que lo recuerdan con admiración y cariño.

El 28 de julio de 2021, en la ciudad de Cali, partió de este mundo como consecuencia del COVID-19, dejando una huella imborrable entre quienes compartieron su camino. Su partida fue tan silenciosa como su forma de vivir: sin alardes, pero profundamente sentida.

Julio César fue un maestro de la palabra, un sembrador de ideas y emociones, un hombre de espíritu inquieto, amante del esoterismo, de los misterios del alma y del poder transformador de la literatura. Como lo recordaron sus colegas y amigos escritores, fue también un corrector riguroso, un aliado literario, un crítico implacable pero justo, y un compañero de tertulias, proyectos y sueños.

Quienes lo conocieron lo recuerdan como una figura esencial en la literatura caucana y nacional, un hombre de verbo transparente, que supo conjugar sabiduría y humildad. Su legado no solo está en sus libros, sino en las muchas semillas que dejó sembradas en los corazones y mentes de quienes lo escucharon, leyeron y aprendieron de él.

Julio César Espinosa trascendió con la palabra como estandarte, y su memoria vive en cada verso, en cada relato y en cada lector que se atreva a disfrutar de la profundidad de su lenguaje.

Cesar Samboní habla de su amigo “cuatro, tres, dos, uno: ¡empieza la guerra en Irak! Dijo Espinoza, y en efecto los primeros misiles Tomahawks iluminaban la milenaria ciudad de Bagdad, en un espectáculo morboso transmitido por CNN desde su enlace principal en Atlanta.

Lejos, a miles de kilómetros estábamos en Jambaló, en una de las frías y tormentosas noches en que se oía el eco de las ráfagas de los fusiles AK-47 que la guerrilla de las FARC hacía sonar para recordarnos que ese lugar ya no era un lugar sino una sombra.

Y de modo contradictorio, pegados al televisor asistíamos a los festines de otra guerra, estando nosotros mismos en el centro de una hostilidad que perdura hasta los días en que recordar, es una forma de silencio, para escuchar desde la distancia que la muerte es apenas un trozo de aire.

En ese 2003, vientos oscuros caminaban con camuflajes de todos los colores, los periódicos compraban la sangre de los muertos para imprimir sus noticias, era tanta la sangre que se necesitaba, que un día se anunció que ya no se podían imprimir, que las off-set se habían atascado con los trozos de piel y huesos que se iban confundidos en los litros rojos que llegaban a la madrugada, en carro tanques con letreros de “Transporte de leche”.

Ese mismo día, entró triunfal por la calle que viene de Pitayó, una camioneta desde la que gritaban unos muchachitos de trece o catorce años: ¡recuperado para el pueblo! Y los disparos de sus fusiles detuvieron el partido de futbolito que jugaban los de octavo con los de noveno. Espinoza nunca iba a esos partidos, decía que mejor se quedaba leyendo a Borges, si o no Samboní? repetía, Borges es un escritor que a cada línea hace alarde de su inteligencia, y esa insistencia reitera la propia limitación que tenemos vos y yo, que nos decimos y nos creemos que somos escritores.

Ese era Espinoza, un tipo de apariencia un tanto extraña, su piel era de un color entre blanco y canela, tenía nariz aguileña, los ojos un tanto claros y una mirada que siempre me hacía sentir indagado, evaluado, como si fuese un detective del mal.

Había llegado de otro país que está dentro del país, la Bota Caucana le llaman, y salió huyendo de lo mismo, sólo que esta vez la vida imponía otras reglas. Hermanito me dijo la mañana del lunes que nos vimos por primera vez, aquí la cosa es sencilla, aquí usted, yo, todos somos nadie, aquí no hay ni Estado ni Dios, vea lo que vea, oiga lo que oiga, usted no ha visto a nadie ni nada. El silencio le puede salvar la vida.

Y en mi cabeza, en un instante corrieron todas las fábulas de la fascinación con la guerrilla, los discursos que un día en una inolvidable clase de Sociales el profesor Guzmán, a los temerosos impúberes de grado séptimo nos anunció como una revelación, la historia de la humanidad se reduce a la lucha de clases, y allí fue el comienzo del acabose.

Con esta alusión a Julio, empieza la novela que estoy escribiendo desde el 2004, pero que parece no concluiré jamás. A Julio, de muchas maneras le debo la vida. Un día, mi padre me dijo, este es el número de su amigo Julio, llámelo. Nunca ocurrió mi llamado. Hasta que una mañana de 2024, conocí a Adriana, una de sus hijas, y pensé, esta es la oportunidad para reivindicar la presencia de Julio César en la Literatura y en la cultura nuestra, pero sobre todo, para volver a nombrarlo, con esta pequeña reunión de quienes alcanzamos a conocerlo.

Muchas gracias a la esposa de Julio, a su familia, a los escritores, al señor rector y a quienes integran esta Institución Educativa por permitir que hoy, en esta mañana Julio César Espinosa, el eterno lector de Borges, vuelva a estar así sea desde lo incomprensible de su prematura ausencia. Un abrazo, Julio. La vida siempre será un extraño camino de encuentros y desencuentros.

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