Una guerra sin alma

Por: Alejandro Zúñiga Bolívar

No hay ninguna causa que justifique ponerle una carga explosiva al paso de un equipo de mantenimiento eléctrico. No hay razón, no hay ideología, no hay argumento que permita ver en un técnico que se sube a una torre para reparar una línea de energía a un enemigo. El atentado que esta mañana se cometió en Santander de Quilichao contra personal de la UTEN y la Compañía Energética de Occidente es un acto de barbarie y debe ser rechazado con toda contundencia.

Uno de los trabajadores perdió la vida. Otro resultó herido de gravedad. Ambos hacían parte de un equipo técnico que desarrollaba labores de mantenimiento en la red eléctrica del norte del Cauca. No estaban armados. No iban escoltados. No representaban ninguna amenaza. Iban a trabajar.

Y ese es justamente el tipo de violencia que más duele: la que se ensaña con quien solo quiere cumplir su tarea, ganarse el pan de cada día y regresar sano y salvo a su casa. Hoy no podemos quedarnos solo con la condena protocolaria. Este atentado debe interpelar a todos, incluso a quienes suelen encontrar en estas violencias una excusa para guardar silencio o relativizar responsabilidades.

No hay “peros” cuando se atenta contra la vida de civiles. No los puede haber, menos aún cuando las víctimas son personas que, además, están encargadas de garantizar un servicio público esencial para toda la región. Es un doble crimen: contra la vida y contra la infraestructura civil protegida por el Derecho Internacional Humanitario.

En otros contextos, con razón, se habla de crímenes de guerra, de lesa humanidad, de ataques a la población civil, de terrorismo. Hoy tenemos que decirlo con la misma fuerza: esto también es un crimen de guerra, es un acto de terrorismo. Esto también debe dolerle a la humanidad. No es solo una muerte más en el Cauca, es la expresión más cruel de una guerra sin alma que se ensaña con quienes no tienen más escudo que su uniforme de trabajo.

Por eso, este editorial es un grito. Es la exigencia de que pare esta violencia que se ha vuelto costumbre. Es un llamado para que las organizaciones armadas entiendan que la guerra no puede tener licencia para asesinar técnicos, campesinos, profesores, indígenas, conductores o cualquier otro civil. No es aceptable. Nunca lo será.

Hoy, más que nunca, necesitamos rodear a quienes trabajan en condiciones difíciles para garantizar que los hospitales tengan luz, que las escuelas funcionen, que las ciudades no colapsen. Su labor no solo es vital: es sagrada. Y cada vez que son blanco de los violentos, se nos apaga una parte de lo que somos como sociedad.

La muerte de este trabajador nos duele como si fuera un hermano. Porque lo era. Como lo son todos los que han perdido la vida por culpa de una guerra que, al parecer, ya no distingue nada ni a nadie.

Salir de la versión móvil