miércoles, abril 23, 2025
No menu items!
spot_img
InicioDESTACADADar el primer paso hacia la paz: el legado del papa Francisco...

Dar el primer paso hacia la paz: el legado del papa Francisco en el Cauca

Por: Alejandro Zúñiga Bolívar

Han pasado ya varios años desde aquella inolvidable visita del papa Francisco a Colombia en septiembre de 2017, pero sus palabras siguen resonando con fuerza en el corazón de nuestro pueblo. En Popayán, como en toda Colombia, recordamos con emoción la imagen del Santo Padre arribando con una sonrisa humilde y los brazos abiertos, trayendo un mensaje de reconciliación y esperanza a una nación herida por décadas de violencia. Hoy, frente a los desafíos que vive el Cauca –una región golpeada por la violencia y la ausencia estatal– ese legado del “dar el primer paso” hacia la paz recobra una vigencia poderosa. Esta es una nota testimonial, cálida y esperanzadora, que busca reflejar el sentir de cualquier católico caucano al evocar la huella que dejó Francisco: un pastor cercano y decidido, cuya voz sigue invitándonos a la fe activa, a la comunidad unida y a la reconciliación sincera.

“Demos el primer paso”: un mensaje de paz y reconciliación

“Demos el primer paso” fue el lema que el papa Francisco eligió para su visita apostólica a Colombia. Aquel septiembre de 2017, el Pontífice recorría Bogotá, Villavicencio, Medellín y Cartagena con un solo objetivo: animar a los colombianos a dar el primer paso hacia la reconciliación. Era un tiempo de esperanza; se había firmado el acuerdo de paz con las FARC en 2016, pero también de incertidumbre, pues las heridas del conflicto armado seguían abiertas en el alma de muchos. En su primer discurso, desde la Nunciatura Apostólica, Francisco agradeció emocionado el esfuerzo del pueblo colombiano por buscar la paz: “Muchas gracias por el esfuerzo que han hecho, muchas gracias por el camino que se han animado a realizar, y eso se llama heroísmo… ¡Sigan adelante! … no pierdan la alegría, no pierdan la esperanza, no pierdan la sonrisa, ¡sigan así!”. Sus palabras, sencillas y directas, nos conmovieron hasta las lágrimas. En ellas reconocemos el valor de tantas personas anónimas que, a pesar del dolor, había mantenido encendida la luz de la fe y la voluntad de perdonar.

Francisco nos llamó héroes por atrevernos a creer en la paz, y nos exhortó a perseverar. No tener miedo de dar ese primer paso implicaba dejar atrás el odio y la venganza. En la Plaza de Bolívar de Bogotá, ante una multitud fervorosa, el Papa elogió la grandeza del pueblo colombiano: “Colombia es rica por la calidad humana de sus gentes, hombres y mujeres de espíritu acogedor y bondadoso; personas con tesón y valentía para sobreponerse a los obstáculos”. Conmovía verlo hablarnos como un compatriota más, entendiendo nuestras luchas. “El Señor nos invita a dejar nuestros egoísmos y a remar mar adentro, juntos, hacia una nueva Colombia”, proclamó entonces, encendiendo en todos la certeza de que la unidad y el diálogo son el único camino. Fueron jornadas donde la fe católica se vivió en las calles: imágenes como la del papa Francisco elevando una oración ante la Virgen de Chiquinquirá, patrona de Colombia, o bendiciendo a la multitud en el Parque Simón Bolívar, quedaron grabadas en nuestra memoria colectiva.

En cada ciudad, Francisco dejó una enseñanza imborrable. En Villavicencio –tierra llanera marcada por la guerra– presidió un conmovedor Encuentro de Oración por la Reconciliación Nacional. Allí, delante de víctimas y antiguos combatientes que se abrazaban y daban testimonio, nos recordó que “la reconciliación no es una palabra abstracta, sino una decisión que debe traducirse en gestos concretos”, invitando a sanar las heridas del pasado. También allí plantó simbólicamente un “Árbol de la Paz” en el Parque de los Fundadores, como signo de un futuro nuevo que había que cultivar con perdón. Con voz firme y paternal advirtió: “Todo esfuerzo de paz, sin un compromiso de reconciliación, siempre será un fracaso”. Esa frase caló hondo: la paz no podía quedar solo en un papel firmado por líderes, debía nacer en cada colombiano dispuesto a tender la mano al prójimo.

En Medellín, Francisco habló a la Iglesia colombiana sobre la necesidad de renovarse para servir mejor al pueblo. No olvidaremos su llamado a una “Iglesia en salida” y humilde: “Ahora también la Iglesia es ‘zarandeada’ por el Espíritu para que deje sus comodidades y sus apegos… La renovación no nos debe dar miedo”. Vestido con un poncho blanco y un sombrero vueltiao que le regalaron, el Papa mostraba con gestos y palabras esa alegría cercana que tanto lo caracterizaba. Finalmente, en Cartagena –ciudad de San Pedro Claver, defensor de los esclavos– el Santo Padre elevó su voz contra la injusticia social y la exclusión. “Duele ver cómo en nuestro tiempo muchas personas son tratadas como mercancía”, exclamó denunciando la trata de personas y la pobreza indigna. Y en la Misa de despedida nos dejó un encargo para el futuro: “Queridos hermanos, quisiera dejarles una última palabra: no nos quedemos en dar el primer paso, sino que sigamos caminando juntos cada día… en busca de la armonía y de la fraternidad. No podemos quedarnos parados”. Aquel “no podemos quedarnos parados” es hoy casi un lema personal para tantos de nosotros: nos recuerda que la paz es un camino que se construye día a día, paso a paso, con perseverancia y fe.

Un llamado vigente en el Cauca herido

Regresamos ahora la mirada a nuestra realidad en el Cauca, y nos damos cuenta de cuánto seguimos necesitando ese mensaje de Francisco. Nuestra región ha sufrido históricamente el embate de la violencia: grupos armados, conflictos étnicos, narcotráfico y abandono estatal han conspirado contra la tranquilidad de nuestras comunidades. Después de la firma de la paz en 2016, hubo un momento de esperanza genuina en el Cauca; por un tiempo, la vida cotidiana fue más tranquila y soñamos con un futuro sin balas. Muchas familias comenzaron a sanar sus traumas y a creer que la paz era posible. Sin embargo, pronto vimos recrudecer el conflicto: disidencias, nuevas estructuras armadas y viejas desigualdades volvieron a encender la guerra. La anhelada presencia del Estado en las zonas más apartadas nunca llegó al Cauca, y ese vacío permitió que otros actores reaparecieran. Como señaló un líder social caucano, “la presencia estatal que se requería con la salida de las FARC de muchos territorios del país nunca llegó al Cauca”. El resultado ha sido doloroso: nuevamente contamos muertos, desplazados y amenazas; líderes sociales, incluidos hermanos indígenas y afros, han sido silenciados por defender la vida y la dignidad de sus pueblos. Los caucanos sabemos bien lo que es sentir miedo y desamparo, ver escuelas cerradas por la inseguridad y comunidades enteras clamando para no ser olvidadas.

En este contexto difícil, la voz del papa Francisco sigue siendo un faro y consuelo. ¿Cómo no recordar su súplica de “no perder la esperanza”? Si en 2017 él nos animó a dar el primer paso, hoy sus palabras nos empujan a dar el siguiente y no desfallecer. Su insistencia en la reconciliación concreta nos inspira a seguir buscando una paz con dignidad. Todavía resuena aquella exhortación suya: “no se dejen robar la alegría… no se dejen robar la esperanza”. Y es que la violencia recurrente amenaza con arrebatarnos precisamente eso: la alegría de vivir sin temor, la esperanza de un mañana mejor para nuestros hijos. Cada vez que la sombra del pesimismo nos cubre ante noticias de un atentado o de un nuevo enfrentamiento, volvemos la memoria a esas imágenes del Papa besando a las víctimas de Bojayá, abrazando a quienes habían sufrido lo indecible, y repitiendo con él: “Basta una persona buena para que haya esperanza, no olviden que cada uno de nosotros puede ser esa persona”. Cada uno de nosotros puede ser esa persona que dé el primer paso hacia la paz en su entorno –esa frase la dijo Francisco en Villavicencio, y en el Cauca cobra vida en tantos gestos sencillos de solidaridad que vemos a diario.

Porque aunque la presencia de las instituciones sea débil, la presencia de Dios se siente en la gente sencilla que no abandona su tierra y sigue trabajando por sus vecinos. Ahí está el campesino caucano que cultiva a pesar del miedo de las amenazas, la madre que cría a sus hijos en la fe a pesar del estruendo de los fusiles en la montaña, el joven que prefiere el camino del estudio y el servicio en lugar del camino de las armas. Ellos, nosotros, estamos tomando el testigo de ese “primer paso” que nos pidió Francisco. El legado del Papa es visible en cada iniciativa de paz local, en cada comunidad que promueve el perdón y rechaza la venganza. Incluso nuestros pastores locales –sacerdotes, religiosas y laicos comprometidos– mantienen vivo ese espíritu. Cómo no destacar la labor de la Iglesia caucana que, fiel al mensaje papal, sigue mediando en diálogos humanitarios, defendiendo los derechos de los más vulnerables y consolando a quienes sufren. Es un trabajo silencioso muchas veces, pero constante y alegre, tal como nos modeló Francisco.

El Papa nos enseñó que la paz verdadera no nace de acuerdos frágiles entre poderosos, sino del encuentro sincero entre las personas. Por eso, en honor a su memoria, muchos caucanos de fe hemos decidido seguir dando pasos: pasos para retomar el diálogo en nuestra comunidad, para involucrarnos en iniciativas de desarrollo que sustituyan economías ilegales, para educar a nuestros niños en la cultura del respeto. Y cuando la desesperanza toca a la puerta, encontramos nuevas fuerzas en la oración, recordando aquel ánimo que nos dio Francisco bajo el sol bogotano: “¡Sigan adelante, así!” . Si el camino es arduo, sabemos que no caminamos solos: “Cristo es nuestra paz”, nos dijo el Papa, recordándonos que la gracia de Dios sostiene cada esfuerzo humilde por la reconciliación. En el sufrimiento del Cauca, la cruz de Cristo nos hermana y la esperanza de la resurrección nos levanta, tal como él predicó con su propio ejemplo de fe alegre en medio de las pruebas.

La alegría de una Iglesia en reforma constante

Otro aspecto luminoso del legado de Francisco es su empeño en reformar la Iglesia con trabajo fuerte, decidido, constante y alegre. Desde el inicio de su pontificado en 2013, el papa latinoamericano se propuso acercar la Iglesia al pueblo, renovar estructuras anquilosadas y sacudir conciencias. “Iglesia en salida” fue uno de sus conceptos favoritos: quería una Iglesia misionera, menos preocupada por sí misma y más por las periferias humanas. En Medellín nos lo dijo claramente: “la Iglesia no es una aduana, quiere las puertas abiertas… todos tienen cabida. Nosotros somos simples servidores”. Muchos católicos de Popayán nos sentimos profundamente identificados con esa visión de una Iglesia como hogar acogedor y no como club exclusivo. Francisco predicó con el ejemplo, viviendo con sencillez –lo veíamos usar sus zapatos gastados, moverse en un modesto Fiat, alojarse en la Casa Santa Marta en vez del apartamento papal– y con su cercanía espontánea –abrazando enfermos, bromeando con los jóvenes, deteniéndose a saludar a quien nadie saluda–. Esa revolución de la ternura la percibimos también aquí, motivándonos a ser una Iglesia más humilde y servicial.

Los avances que logró en la reforma eclesial son notables. Promovió la tolerancia cero frente a los abusos sexuales cometidos dentro de la Iglesia, algo que requería valentía. Aunque queda camino por andar en ese aspecto doloroso, bajo su guía se establecieron comisiones y protocolos para investigar a clérigos abusadores y sus encubridores. Con mano firme, destituyó obispos negligentes y elevó la voz pidiendo perdón a las víctimas, marcando un hito en la lucha contra la pedofilia en la Iglesia. Asimismo, Francisco reformó la burocracia vaticana (la Curia Romana) para hacerla más eficiente, transparente y enfocada en el servicio evangelizador. En 2022 promulgó la constitución Praedicate Evangelium, reestructurando los departamentos del Vaticano y permitiendo una mayor participación de laicos y mujeres en roles de liderazgo. Por primera vez, vimos a mujeres dirigir áreas importantes en la Santa Sede y a expertos laicos tener voz en la gestión eclesial –un cambio significativo hacia la inclusión, que muchos recibimos con esperanza. Francisco mismo explicó en ese documento que “todo cristiano, en virtud del Bautismo, es discípulo misionero… No puede ser ignorado en la actualización de la Curia”, subrayando que la santidad y capacidad no son exclusivas del clero.

También mostró un inédito acercamiento a personas tradicionalmente marginadas en la Iglesia. Nos emocionó su famoso “¿Quién soy yo para juzgar?” refiriéndose a los homosexuales arrepentidos que buscan a Dios, frase que, si bien no cambia la doctrina, abrió las puertas a una actitud más compasiva y respetuosa. Bajo su guía, la Iglesia comenzó a hablar más de acompañamiento y menos de condena, recordándonos a todos que la misericordia es la mayor de las virtudes cristianas. “La renovación no nos debe dar miedo”, insistió el Papa. Aunque quedan reformas pendientes y sectores reacios al cambio –es cierto que no todos en la Iglesia acogieron fácilmente sus iniciativas–, nadie puede negar que Francisco puso en marcha una “revolución cultural” dentro del catolicismo global. Nos devolvió la imagen de una Iglesia alegre y paterna, más parecida a Jesús de Nazaret que sale a curar heridos, que a un palacio cerrado.

Un pastor con el mundo en su corazón: guerras, migrantes y casa común

El legado de Francisco no se limita a Colombia ni a la Iglesia interna; abarca su preocupación sincera por las grandes crisis de la humanidad contemporánea. Fue un profeta de paz en un mundo en guerra, alzando incansablemente su voz contra los conflictos armados. Desde el inicio habló de que estábamos viviendo una “tercera guerra mundial en pedazos”, refiriéndose a la multitud de guerras y violencias dispersas por el planeta. Sus llamados al cese de la violencia fueron constantes y urgentes. “¡Nunca más la guerra!”, repitió en numerosas ocasiones con la pasión de quien sabe que la guerra es la madre de todas las pobrezas. “La guerra lo destruye todo” llegó a decir con dolor, mientras rogaba por la paz en países azotados por conflictos –desde Siria hasta Ucrania, pasando por Sudán, el Congo, Medio Oriente y tantas otras tierras heridas que siempre mencionaba en sus oraciones dominicales del Ángelus.

Asimismo, el papa Francisco fue la voz de los migrantes, refugiados y desplazados, aquellos que muchas veces deambulan sin ser escuchados. Hijo de inmigrantes italianos en Argentina, llevaba en la sangre esa sensibilidad. Su primer viaje fuera de Roma fue tremendamente simbólico: fue a Lampedusa, la isla italiana donde llegan miles de migrantes africanos huyendo del hambre y la guerra. Allí, en 2013, pronunció palabras que sacudieron al mundo: “Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar… nos lleva a la globalización de la indiferencia”. Con esa frase denunció que nos estamos volviendo insensibles al dolor ajeno, acostumbrados a ver tragedias de inmigrantes en las noticias sin inmutarnos. “¿Quién de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas?”, preguntó con lágrimas en la voz. Francisco nos instó a recuperar la compasión, a no vivir encerrados en la “cultura del bienestar” que nos adormece. Durante su pontificado abogó por corredores humanitarios, por acoger al forastero con humanidad, recordando la enseñanza evangélica de que en el migrante está Cristo mismo. Nos recordó que nuestra fe exige solidaridad activa: no basta orar por el necesitado, hay que tenderle la mano.

Finalmente, un pilar fundamental del legado de Francisco es su defensa apasionada de la “casa común”, nuestro planeta Tierra, creación de Dios. Su encíclica Laudato si’ sobre el cuidado del medio ambiente (2015) marcó un antes y un después al vincular ecología con fe de una manera profunda. En ella, el Papa nos urgió a escuchar “tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres”, entendiendo que la crisis ambiental y la social son dos caras de la misma moneda. Nos habló de la Madre Tierra con el cariño de San Francisco de Asís, denunciando cómo la hemos herido con una explotación irresponsable. Frases fuertes de Laudato si’ todavía resuenan: “entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra”, escribió, uniéndonos en una misma solidaridad con los pobres y con la naturaleza. En sus viajes y discursos posteriores, Francisco constantemente alertó sobre los peligros del cambio climático, la destrucción de selvas y ríos (incluso mencionó el sufrimiento de nuestra Amazonía latinoamericana), y la necesidad de un desarrollo sostenible que no deje a nadie atrás.

Al evocar todos estos frentes –la paz en las guerras, la acogida al migrante, el cuidado de la tierra– nos damos cuenta de la amplitud del corazón de Francisco. Era un solo hombre, pero con el corazón del mundo entero dentro de sí. Su legado es, en el fondo, el del amor cristiano hecho acción concreta. Nos enseñó que la fe sin obras está muerta, que la oración debe empujarnos a ensuciarnos las manos por el hermano, y que la esperanza cristiana nunca es pasiva, sino que siempre busca construir algo nuevo.

Una esperanza que sigue viva

Hoy el papa Francisco ya no está físicamente entre nosotros –su partida a la Casa del Padre dejó un profundo sentimiento de orfandad en la Iglesia–, pero su espíritu permanece vivo en cada rincón de nuestra geografía espiritual. En Popayán, cada vez que suenan las campanas de nuestras iglesias coloniales, parece que resonara aún aquel saludo que él pronunció al llegar a Colombia: “¡La paz con ustedes!”. Su legado nos invita a continuar la misión. Como caucanos y como católicos, sentimos el deber de mantener encendida la llama que él avivó. No podemos quedarnos de brazos cruzados esperando que otros hagan la tarea: no podemos quedarnos parados, nos dijo, y por eso cada uno desde su lugar está llamado a ser artesano de paz, sembrador de justicia, guardián de la creación y testigo alegre del Evangelio.

En esta nota hemos querido recoger con gratitud y emoción el testimonio de lo que Francisco significó y significa para nosotros. Su paso por Colombia, aunque breve en días, nos dejó enseñanzas para toda la vida. Aún podemos cerrar los ojos y verlo pasar en el papamóvil por las calles, bendiciendo con ese gesto amplio, o escuchar su voz con acento argentino diciéndonos que no perdamos la alegría. Fue un tiempo de gracia que ahora reconocemos como parte de su legado imborrable.

Que cada católico de Popayán, al leer estas líneas, se sienta reflejado en este sentir: hemos tenido un pastor y amigo en el papa Francisco. Él nos mostró que la grandeza de la fe está en las pequeñas acciones de amor y en la valentía de dar pasos hacia el otro. Sus mensajes de reconciliación, comunidad y fe siguen siendo faro en medio de nuestras noches oscuras. Y aunque queda mucho por hacer –la paz completa en el Cauca aún es tarea pendiente, la reforma de la Iglesia aún enfrenta retos, y el mundo sigue clamando por justicia social y ambiental–, miramos hacia adelante con esperanza. Como nos animó Francisco en aquella oración multitudinaria: “No le tengan miedo al futuro, atrévanse a soñar a lo grande”. Atrévamonos, pues, a soñar con un Cauca en paz, con una Colombia fraterna y con una Iglesia renovada. Demos el primer paso hoy y cada día, tomados de la mano de Dios y fortalecidos por el recuerdo vivo de este Papa que, con trabajo alegre y decidido, nos enseñó a caminar juntos hacia la luz de la reconciliación.

ARTICULOS RELACIONADOS

NOTICIAS RECIENTES

spot_img