Por: Juan Camilo López Martínez
El pasado jueves 26 de junio, la Corte Suprema de Justicia emitió dos decisiones que deben llevarnos a una conclusión fundamental para la democracia: en Colombia, las instituciones sí funcionan. Y por ello, la ciudadanía tiene el deber de defenderlas, respetarlas y fortalecerlas.
La primera decisión fue la anulación de la intervención estatal sobre la EPS Sanitas, medida tomada por el gobierno nacional hace más de un año. Según el fallo, la intervención vulneró el debido proceso, lo que en la práctica significa que esta nunca debió ejecutarse. Las consecuencias no son menores: el Estado colombiano deberá ahora asumir las reparaciones económicas correspondientes, con recursos públicos, en un contexto fiscal ya de por sí complejo. Más allá de los debates ideológicos sobre el modelo de salud, el mensaje es contundente: el Estado de Derecho exige que el poder Ejecutivo actúe con base en procedimientos y garantías, no en impulsos ni arbitrariedades.
La segunda decisión de la Corte Constitucional, fue la que concluyó que el Consejo Nacional Electoral no tiene competencia para investigar al Presidente de la República. De acuerdo con la Carta Política de 1991, el único órgano autorizado para investigar al jefe de Estado es el Congreso, a través de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes.
Este último punto, sin embargo, merece una reflexión adicional. En Colombia, el presidencialismo goza de un amplio margen de poder que le otorga un fuero casi intocable. Así, el país se encuentra en un dilema estructural: mientras esta figura permite una estabilidad institucional que nos ha diferenciado de crisis políticas cíclicas como las de Perú, también implica un preocupante blindaje frente a eventuales delitos. La necesaria revisión de este diseño institucional es un debate que más temprano que tarde debemos surtir.
Lo cierto es que el respeto por las decisiones judiciales no puede depender de si nos resultan convenientes o no. Las instituciones no están para complacer ideologías ni para validar narrativas oficiales. Están para garantizar derechos, equilibrios, y limitar el poder. La Constitución de 1991 sigue siendo el pacto que nos une, más allá de interpretaciones coyunturales, incluso de quienes ocupan temporalmente los cargos más altos del Estado, como las que hoy intenta hacer el Ministro de Justicia Eduardo Montealegre, claramente contrastadas y refutadas por el Profesor Gaona.
En tiempos de tensión política y desconfianza ciudadana, conviene empezar a construir consensos mínimos. Y uno de ellos debe ser claro: las instituciones en Colombia funcionan. Estas son el andamiaje que nos impide caer en el abismo del autoritarismo o el caos. Cuidarlas implica no solo respetar sus decisiones, sino también rechazar su manipulación discursiva. Quienes ayer las atacaban, hoy celebran su imparcialidad.
La democracia no se defiende solo en las urnas. Se protege también reconociendo que el poder tiene límites, y que esos límites son lo que nos permiten convivir, disentir y construir.