Por Monica Mosso
¿Me acompañas en este relato?
En una de las caminatas más exigentes que he enfrentado hasta el momento, salí esa mañana con una premisa clara: cada caída, cada rasguño, cada paso valdría la pena. Mi guía y yo teníamos una meta que parecía sacada de un sueño, uno de los parajes más sobrecogedores que he tenido la posibilidad de contemplar…
Pero esa, como dirían los narradores prudentes, es otra historia.
El inicio fue apacible. El sol, cómplice, parecía aliado. Pero con el transcurrir de las horas, la montaña nos reveló su carácter. Subidas tan empinadas que se asemejaban a los flancos de pirámides sin escalones, descensos resbalosos, y un barro que no solo atrapaba las botas, sino también mis risas. Mis manos terminaron sucias, y mi ego también; ambos traté de limpiarlos en los pantalones, como si aquello fuera parte del rito silencioso del camino.
Desde el comienzo, y con el ánimo de ser eficiente con el tiempo y la exigencia, le dije a mi guía:
—Pon tú el ritmo. Yo te sigo.
Así lo hicimos. Hasta que llegamos a un tramo particularmente difícil: un lodazal espeso, inestable, casi hostil (aunque bien sabemos que la naturaleza no puede ser intencionadamente cruel). Fue entonces cuando él me extendió la mano. Yo lo miré con desconcierto. Por reflejo, por formación, por ese instinto de autosuficiencia heredado, pensé: “No. Si me caigo, me caigo sola.”
Esa era la lógica aprendida. Aquella que sugiere que sostenerse de alguien en medio de la dificultad de ese tipo de ruta puede aumentar el riesgo. Que es preferible cargar con una misma antes que arriesgarse a arrastrar a otro.
Pero él, con voz firme, me dijo algo que me atravesó:
—En este tramo del camino, nos sostenemos juntos. Es más fácil así atravesar.
Nunca antes había contemplado la confianza bajo esa luz. No como un salto ingenuo ni como un pacto cargado de solemnidad, sino como un gesto concreto, cotidiano. Como un “toma mi mano” justo en el punto donde asusta. Donde una siente que lo estratégico es avanzar sola para no arrastrar a nadie más.
Confianza, del latín confidentĭa, proviene de con- (junto) y fidere (creer/tener fe). No se limita a la esperanza pasiva de que las cosas salgan bien; implica una creencia compartida. También se entiende como un vínculo afectivo que se configura en las primeras etapas del desarrollo y que se consolida —o se fractura— con la experiencia. Confiar es proyectar positivamente sobre la conducta del otro, incluso en contextos de incertidumbre. Desde la teoría sistémica, Niklas Luhmann plantea que la confianza permite reducir la complejidad del mundo social al asumir conscientemente el riesgo de la decepción. Y desde la ética de la alteridad, Emmanuel Lévinas sugiere —aunque no de forma explícita— que abrirse al otro, en su rostro, en su vulnerabilidad, es ya una forma radical de entrega. La confianza, entonces, no se funda en el control, sino en el reconocimiento de la fragilidad compartida. No hay garantías. Solo la decisión —libre y lúcida— de ofrecerse.
Pensé en todo esto después de ese gesto tan sencillo como firme: una mano extendida. Recordé todas las veces, durante este último año, en las que llegué a concebir la confianza como una forma de debilidad, cuando en realidad encarna una potencia desde la fuerza de lo vulnerable que es profundamente íntima. Una red discreta que une. Recordé cada situación en la que decidí sostenerme sola por temor a caer acompañada. O peor aún: a que el otro soltara primero.
También reflexioné sobre el valor y el significado de confiar en uno misma. De cultivar la autosuficiencia como acto de dignidad y autocuidado. Saber que se puede avanzar solo, resolver cualquier tipo de situación, resistir tormentas y celebrar conquistas no aísla: enraíza. Es desde esa raíz firme que se puede discernir con claridad a quién y cuando extender la confianza, nuestras ramas.
Confiar no es abdicar del juicio: es elegir, con conciencia y criterio, abrir el círculo a quienes han demostrado, en la constancia de sus actos, que permanecen.
Ese día, en medio del lodazal, me sostuve y nos sostuvimos.
Comprendí que pueden existir trayectos en los que la fuerza individual no basta.
Hace falta alguien que camine al lado, que observe el barro y diga: “aquí pasamos juntos”.
No debería darnos vergüenza pedir una mano. Ni ofrecerla.
Confiar.
Aunque el barro amenace con llegarnos al cuello, tal vez sea más edificante salir si permitimos que quienes conforman nuestro círculo permanezcan cerca.
Firmes.
Porque, a veces, la verdadera fortaleza no se mide por cuán lejos llegamos solos,
sino por la capacidad de reconocer —sin orgullo ni temor— que confiar, lejos de ser una rendición,
es también un acto lúcido: una apuesta por lo que sostiene.
Y a ti, persona valiente que llegó hasta aquí: gracias por confiar en mí.
Ojalá al menos exista una risa con la imagen del barro hasta las rodillas y una dignidad que hizo lo que pudo.